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dimanche 12 avril 2015

El Papa condena el genocidio armenio y a quienes «mantienen una herida sangrante sin medicación»

En una ceremonia solemne, celebrada en la basílica de San Pedro ante las máximas autoridades políticas y religiosas de Armenia, el Papa Francisco ha lamentado este domingo «el primer genocidio del siglo XX», como había llamado ya san Juan Pablo II al que sufrieron los armenios y otros cristianos de Turquía hace exactamente un siglo.

Sin miedo a la irritación y a las posibles las represalias de las autoridades turcas, el Papa conmemoró el centenario del «martirio», el «Metz Yeghern» de los armenios y declaró doctor de la Iglesia a san Gregorio de Narek.


Le escuchaban en primera fila, el presidente de Armenia, Serz Sargsyan, y los dos patriarcas, Karekin II, de Todos los Armenios y Aram I, de la Gran Casa de Cilicia, junto con el patriarca de los armenios católicos Nerses Bedros XIX.


En una basílica de San Pedro repleta de fieles, en su mayoría armenios de los diez millones que componen la diáspora, el Papa abordó el «despiadado exterminio» de sus compatriotas en un vigoroso discurso previo al comienzo de la misa.


Una tercera guerra mundial ‘a trozos’

Francisco denunció que «estamos viviendo un tiempo de guerra, una tercera guerra mundial ‘a trozos’, en la que asistimos cada día a crímenes despiadados, a matanzas sangrientas y a una locura de destrucción».


Entre las víctimas, «sentimos el grito sofocado e ignorado de tantos hermanos y hermanas nuestros inermes, que por su fe en Cristo o por su pertenencia étnica son asesinados atrozmente en público –decapitados, crucificados, quemados vivos- , o forzados a abandonar su tierra». Con todo vigor, el Santo Padre denunció que «hoy estamos viviendo una especie de genocidio causado por la indiferencia general colectiva y el silencio cómplice de Caín, que exclama: ‘Y a mí, ¿qué me importa?’ ‘¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?’».


Tragedias humanas inauditas

El Papa recordó que «nuestra humanidad ha vivido en el siglo pasado tres grandes tragedias inauditas: la primera fue aquella que generalmente se considera ‘el primer genocidio del siglo XX’, en palabras de Juan Pablo II y el patriarca armenio Karekin II en el 2001. Castigó vuestro pueblo armenio, la primera nación cristiana, junto con los sirios católicos y ortodoxos, los asirios, los caldeos y los griegos».


Francisco citaba a todos los cristianos de las distintas iglesias y ritos víctimas del régimen turco, precisando que «fueron asesinados obispos, sacerdotes, religiosos, mujeres, hombres, ancianos e incluso niños y enfermos indefensos». Para poner la tragedia en contexto, el Obispo de Roma recordó también «los otros dos grandes genocidios, perpetrados por el nazismo y el estalinismo y, más recientemente, otros exterminios masivos como los de Camboya, Ruanda, Burundi y Bosnia».

Una indiferencia colectiva

El Papa lamento enérgicamente la indiferencia colectiva, pues «parece que el entusiasmo surgido al final de la Segunda Guerra Mundial esté desapareciendo y disolviéndose. Parece que la familia humana se niega a aprender de sus propios errores causados por la ley del terror, e incluso hoy hay quien trata de eliminar a sus propios semejantes, con la ayuda de algunos y el silencio cómplice de otros»


Volviendo al caso de Armenia en 1915, el Papa afirmó que «hoy recordamos con el corazón traspasado de dolor el centenario de aquel trágico acontecimiento, de aquel exterminio despiadado y loco, que sufrieron cruelmente vuestros antepasados».


Recordasr es necesario...

En palabras muy fuertes, dirigidas claramente a Turquía, Francisco advirtió que «recordarlo es necesario. Es más, es un deber, pues donde no vive la memoria significa que el mal tiene todavía abierta la herida. ¡Esconder o negar el mal es como dejar que una herida continúe sangrando, sin medicación!».


Posteriormente, en la homilía, el Papa se preguntó «¿por qué?» y fue presentando las respuestas bíblicas al mal para concluir recordando que «los santos nos enseñan que el mundo se cambia empezando por la conversión del propio corazón, y esto sucede gracias a la misericordia de Dios», cuya fiesta, instituida por san Juan Pablo II, se celebra precisamente ese domingo.



La cristianísima «Cenicienta» de Kenneth Branagh

Cenicienta, de Kenneth Branagh, es la más sorprendente película de Hollywood en lo que va de año. Lo digo porque el director consigue contar este familiar cuento de hadas sin ironías, tramas hiperfeministas, insinuaciones marxistas, cinismo deconstructivo o desdén hacia la antigüedad. De esta forma, permite que emerja el carácter espiritual, específicamente cristiano, de la historia. Supongo que a los oídos contemporáneos les choca que Cenicienta pueda ser una alegoría cristiana, pero tengamos presente que la mayor parte de los cuentos de hadas e historias para niños compilados por los Hermanos Grimm y luego adaptadas por Walt Disney hunden sus raíces en la cultura decididamente cristiana de la Baja Edad Media y la Europa de la primera modernidad.

En la historia de Branagh, Ella es la hija de unos padres maravillosos, que inducen en ella un entusiasta sentido de la virtud moral y de la alegría de vivir. La infancia idílica de la niña es interrumpida por la repentina enfermedad de su madre, quien en el lecho de muerte la compromete a ser siempre "amable y valiente". Luego su padre se vuelve a casar y trae a casa a vivir con él y con Ella a su nueva esposa y sus dos hijas.


Años después, el padre de Ella se ausenta para un largo viaje de negocios. Antes de irse, ella le pide que le envíe el primer cepillo con el que se peine durante el viaje. Semanas después, un sirviente llega con el cepillo en la mano y las terribles noticias de que el padre de Ella enfermó y murió.


Ahora completamente aislada, Ella se convierte en víctima de su perversa madrastra (interpretada por la siempre convincente Cate Blanchett) y sus odiosas hermanastras, que cometen con ella todo tipo de crueldades e injusticias. Incluso la expulsan de su habitación, obligándola a dormir junto a los rescoldos de la hoguera para no pasar frío. Las cenizas que la manchan dan pie al cruel mote que le imponen sus hermanastras. Es significativo que el gato de la familia adoptiva de Ella se llame Lucifer.


Así que he aquí que tenemos a una joven hermosa, vivaz y moralmente honesta cuya vida se convierte en una pesadilla por la intervención de una muerte prematura y una malvada opresión. Hasta tal extremo llega su pérdida de dignidad, que se ve a sí misma cubierta de porquería.


No hace falta mucha imaginación para ver esto como una alegoria de la caída de la raza humana. Dios nos creó bellos, realmente a su imagen y semejanza, pero por el pecado y las maquinaciones del demonio, caímos en desgracia y nuestra hermosura quedó escondida. En el lenguaje técnico de los teólogos, aunque conservábamos la imagen de Dios, habíamos perdido nuestra semejanza con Él.


Volviendo a la narración tradicional de Branagh de la historia, en cierta ocasión, cabalgando por el campo, Cenicienta se encuentra con un magnífico ciervo perseguido en una cacería. Luego conoce al jefe la montería, un guapo y joven príncipe, el hijo del rey. Ambos se enamoran inmediatamente.


Pero como ella vuelve a casa sin identificarse, el príncipe convoca un baile e invita a todas las jóvenes del reino, confiando atraer a su misteriosa enamorada. Aunque su familia de acogida intenta desesperadamente impedirle asistir, Cenicienta, por intervención de su hada madrina, consigue acudir al baile, donde, por supuesto, embelesa al príncipe. De nuevo se ve obligada a volver pronto, y el príncipe, loco de amor, la busca desesperadamente hasta que la encuentra y se casan.


Sin duda podríamos ver todo eso como una historia romántica normal, pero deberíamos contemplarla con mayor profundidad.


En primer lugar, el ciervo es un símbolo tradicional de Cristo y por tanto su presencia como objeto de la cacería otorga a su presencia un nivel simbólico en la historia. Además, el príncipe, el hijo del rey, que se enamora de una mujer a pesar de su inferior condición, es una obvia evocación de Jesús, el Hijo de Dios, enviado a convertirse en desposado de la raza humana, cuya belleza espiritual había sido tapada por el pecado.


El profeta Isaías profetizó que "el creador de la raza humana" volvería un día para desposarse con su pueblo, y el motivo del sacrum connubium [sagrado matrimonio] recorre el Nuevo Testamento. De hecho, los padres de la Iglesia se recrearon especialmente en destacar los cambios que eso implicaba, insistiendo en que el Príncipe de la Paz, el Hijo de Dios, al desposarse con la raza humana, nos elevó de nuestra bajeza y nos otorgó sus propios privilegios y su dignidad. Por esto precisamente, los primeros teólogos de la Iglesia especificaban que el sacrum connibum suponía un admirabile commercium [excelente intercambio], al asumir Dios nuestro pecado y darnos su gracia. En el lenguaje simbólico de nuestra historia, el amor inmerecido del príncipe transforma a Cenicienta en una princesa.


El signo más seguro de que esa transformación ha sucedido -y es uno de mis momentos favoritos en la versión de Branagh- es que Cenicienta, tras escapar de la cruel opresión de su madrastra, vuelve donde esa cruel mujer, no para maldecirla, sino para ofrecerle una palabra de perdón. No podría haber prueba más impactante de que ella ha asumido completamente la condición de su prometido.


Cuando veas esta película, te invitaría, aunque la entiendas como una fantasía y un cuento, a apreciarla también como una historia profundamente cristiana.



Robert Barron es sacerdote.
Artículo publicado originalmente en Word on Fire.

Traducción de Carmelo López-Arias.