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dimanche 25 janvier 2015

la oncóloga pro eutanasia a quien un cáncer de huesos cambió



Sylvie Ménard, la oncóloga pro eutanasia a quien un cáncer de huesos cambió: “Cualquier cosa me vale si implica una nueva posibilidad de vida”

Escrito por Redacción. Publicado en Eutanasia.


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* “También digo: «No quiero tener dolor». Tengo derecho a aliviarlo”


* “Para el que está sano, la muerte es algo teórico, es algo que les sucede a los demás. Los que estando sanos se pronuncian sobre la eutanasia, en realidad no tienen ni idea de lo que pensarían en caso de estar enfermos”


25 de enero de 2014.- (/ ) En su momento, alumna del profesor Veronesi, se declaró a favor del “derecho a morir” y del testamento biológico. Luego, en la vida de la oncóloga Sylvie Ménard entró otra enfermedad, la suya. Cara a cara con una mujer que, ante los hechos, ha cambiado corazón e ideas, y defiende ahora los derechos “verdaderos” de los demás


«Lo incurable no es la enfermedad, sino la vida». Sylvie Ménard lo tiene muy claro, con 64 años, casada y con un hijo, es oncóloga en el “Instituto dei Tumori” de Milán. Para ella, cuya opinión sobre la eutanasia cambió cuando supo que tenía cáncer de huesos, la enfermedad no se puede separar de la humanidad del paciente, de sus esperanzas. Ménard forma parte de una comisión de médicos enfermos promovida por el Ministerio de Sanidad para «humanizar la medicina», y cree que no se puede curar el dolor prescindiendo de ese anhelo de vida que todo hombre lleva consigo desde que nace. Un anhelo de vida que se puede agudizar ante el diagnóstico de un cáncer. El afecto por la familia, redescubierto frente a la experiencia del sufrimiento, y el verde de las plantas que dan color a su despacho, son signos de ese anhelo.


Mientras charlamos con ella recibe la llamada de una paciente preocupada. Ella la tranquiliza: «Escuche lo que le dice su hijo, una madre siempre tiene que escuchar lo que le dice su hijo». Y luego, «Tiene que mantener alta la moral, si no las medicinas no le van a servir de nada». Esta llamada que interrumpe nuestra conversación confirma en vivo las respuestas que nos estaba dando, es como el manifiesto de sus razones.


- Doctora Ménard, usted estaba a favor de la eutanasia. Ahora está en contra. ¿Por qué?


- Yo fui alumna del profesor Veronesi, al que considero un gran maestro. Él siempre ha estado a favor de la eutanasia, hasta el punto de ser el impulsor del testamento biológico –en virtud del cual defiende que cuando uno está bien, tiene derecho a decir cómo quiere morir– y siempre he estado completamente convencida de que debemos decidir nuestra suerte. Pero, cuando me puse enferma, cambié radicalmente de postura.


- ¿Qué ha pasado?


- En primer lugar, me di cuenta que, cuando uno enferma, la muerte deja de ser algo virtual –la muerte de los demás–; se convierte en algo que acompaña la vida día a día; uno la siente cercana. Y cuanto más cercana la percibe, más se dice: «Voy a hacer todo lo posible para vivir el mayor tiempo».


Mientras que antes decía con facilidad: «Encarnizamiento terapéutico, o estas medicinas de las que nada se sabe… por Dios, yo no quiero eso». En cambio hoy cualquier cosa me vale si implica una nueva posibilidad de vida. Aunque también digo: «No quiero tener dolor». Tengo derecho a aliviarlo.


- El “derecho a no sufrir” es el argumento principal de los que defienden la eutanasia. ¿Por qué para usted no es una justificación válida?


- En lugar de inducir al paciente a que pida la eutanasia porque sufre, lo mejor sería conseguir que no sufriera. Además, en los últimos años la terapia del dolor ha progresado considerablemente. Por lo general, se dice sí a la eutanasia por dos motivos: primero, porque no se quiere acabar en una cama siendo completamente dependiente de los demás para todas las funciones fisiológicas: comida, aseo, etc. La vida se considera digna mientras uno es autosuficiente, cuando uno ya no lo es, se revindica la «dignidad de la muerte», lo cual es terrible. Sería como decir que «todos los que no son autosuficientes y están inmovilizados en una cama, muchos de ellos sufriendo, tienen una vida “indigna”». Y entonces les facilitamos la muerte para devolverles su dignidad. Además de ser algo terrible, esto conlleva un riesgo: que semejante derecho se convierta en un deber.


- ¿En qué sentido?


- Una persona que piensa que es un peso para su familia porque no es autosuficiente, sabiendo que existe la eutanasia, podría llegar a considerar como un deber aligerarles la carga. Esto va mucho más allá de lo que se considera humanitario, de eso que se llama “libertad para hacer lo que uno quiera”. Yo no soy libre de coger un martillo y darte con él en la cabeza, luego no es cierto que seamos libres para hacer lo que queramos. Segundo problema: muchas veces el paciente, precisamente porque siente que es un peso y le duele mucho, se deprime. La depresión es algo que, en mayor o menor medida, todos los enfermos experimentan, antes o después. Darles una hoja mediante la cual autorizan al médico a que les quite de en medio, es como dar un empujón al primero que te encuentras asomado a un puente, en lugar de agarrarle para que no se precipite.


- Los que revindican el derecho a la eutanasia le dirían: «Sí, pero es algo que uno elige libremente. Ahora usted ha decidido vivir, pero ¿por qué negar que otros puedan elegir lo contrario?»


- Yo creo que nadie en su sano juicio quiere morirse. El deseo de morir es contrario a la naturaleza humana. El instinto de conservación y de supervivencia es siempre más fuerte, el deseo de vivir prevalece. El derecho a morir no tiene sentido para el hombre. Ningún tipo de depresión o sentimiento de inutilidad o sufrimiento, es motivo suficiente para pedir la muerte; se trata de situaciones que son potencialmente reversibles. Lo incurable no es la enfermedad, sino la vida. De esta vida nadie sale vivo. Algunos dicen que, si sólo nos quedara un mes de vida, no tendría sentido vivir ni siquiera ese mes; pero si no merece la pena por un mes, tampoco lo merecería por dos. Si seguimos por ahí acabaríamos matando a todos los niños: total, van a acabar muriéndose, son incurables, ninguno de ellos va a superar los dos siglos. Pero si me quedan tres días, ¿por qué no voy a vivirlos? Tres días valen lo mismo que tres mil veces tres días. Si tengo una familia y percibo su afecto a mi alrededor, ¿por qué voy a perder estos tres días? Incluso si uno no está en plenitud de facultades y no puede levantarse porque está tendido en una cama, pero sigue contando con el afecto de sus familiares, en mi opinión, incluso en esas condiciones, merece la pena vivir.


- ¿Luego no es cierto que la mayoría de los médicos sean favorables a la eutanasia, como algunos pretenden hacernos creer?


- Comencemos por decir que entre los que se manifiestan a favor de la eutanasia hay diferentes tipos de médicos. La opinión de un anatomopatólogo, que sólo ve trozos de pacientes muertos, podría equipararse a la de cualquier otro hombre que pase por la calle. La opinión que nos interesa es la de los especialistas en cuidados paliativos y la de los que asisten a los pacientes en fase terminal. De estos médicos, al menos los que yo he conocido, ni tan siquiera uno está a favor de la eutanasia. Una paliativista, que se dedica a esto desde hace quince años, me decía: «el paciente que se acerca al final de su vida lo que necesita es estar acompañado hasta el momento final, haciendo todo lo posible para que no sufra, para que llegue serenamente a la muerte». En una sola ocasión un paciente le pidió que le ayudase a morir. ¡Sólo uno! Por lo tanto, no es cierto que el paciente terminal desee morir, para nada. Recientemente, se presentaron en un congreso los resultados de una encuesta que el gobierno canadiense había encargado a un oncólogo para valorar la necesidad de elaborar una ley sobre la eutanasia. La encuesta puso de manifiesto que muy pocos pacientes terminales están a favor de la eutanasia, la consideran algo inútil, que no tiene sentido. Los que están a favor, lo están para el de la cama de al lado, defienden el derecho del otro, pero no lo quieren para sí. Por si fuera poco, los que en la primera entrevista estaban a favor, en la segunda ya habían cambiado de opinión, dependiendo de su estado de ánimo. Si yo hubiera tenido que escribir el testamento biológico hace tres años, habría dicho unas cosas; cuando me dieron el diagnóstico habría dicho otras; y ahora digo otras diferentes. Para el que está sano, la muerte es algo teórico, es algo que les sucede a los demás. Los que estando sanos se pronuncian sobre la eutanasia, en realidad no tienen ni idea de lo que pensarían en caso de estar enfermos.


- El tema del testamento biológico nos lleva directamente al caso de Eluana Englaro, la chica de Lecco (Italia), en estado neurovegetativo, sobre la que se ha pronunciado el Tribunal de Casación (correspondiente en España al Tribunal Supremo [n.d.t.]) facilitando los criterios con los que juzgar lícita o no la interrupción de su alimentación.


- También he leído la entrevista a las amigas de Eluana en la que cuentan que en una ocasión, al ver a uno que iba en silla de ruedas, ella dijo: «Yo nunca podría vivir así». No es cierto que no se pueda vivir así, la prueba está en la cantidad de chicos que, tras un accidente, se quedan en silla de ruedas y hacen su vida en silla de ruedas con mucho valor y resignación. No es cierto que no sea una vida digna. ¡Venga ya!, ¡eso no es más que la vanidad del que está sano!


- ¿Cómo dice?


- Cuando uno se encuentra en esa situación, reconoce que debe hacer cuentas con lo que le ha pasado. Ninguno de nosotros desea que le pase eso, igual que nadie que esté mentalmente sano desea la muerte, pero cuanto más se acerca el momento de la muerte, más va cambiando uno de opinión; ahora yo revindico el derecho a vivir ¡no el derecho a morir! Estoy dispuesta a luchar para poder decir que el paciente tiene derecho a cualquier terapia que necesite, incluyendo la terapia del dolor, porque lo contrario sería omisión de socorro. Cuando todos tengamos ese derecho, cuando el acompañamiento en la enfermedad alcance a todos –no en forma de dinero para la familia, sino mediante el apoyo de personal competente, comprensivo y humano– sólo entonces se podría eventualmente debatir la cuestión de la eutanasia. A la medicina no se le pide que cure la enfermedad sino que cure al paciente. Si un paciente me pide la muerte, significa que yo no he cumplido con mi deber como médico. En Holanda, donde creo que la eutanasia es legal desde hace cinco años, diez mil pacientes piden anualmente morir. Diez mil, una hecatombe, una sociedad en la que diez mil pacientes piden cada año la muerte anticipada ya no es una sociedad civilizada.


-Antes se ha referido a los cuidados paliativos, ¿puede explicarnos de qué se trata?


- Los cuidados paliativos intervienen cuando desgraciadamente el paciente ya no tiene curación para su enfermedad. Son cuidados para la persona, no para la enfermedad. Pueden eliminar el dolor, pero también pueden simplemente permitir que el paciente pueda respirar mejor. Puede tratarse de un tratamiento antiinflamatorio que permita que la masa tumoral oprima menos. Puede ser, básicamente, cualquier cosa que mejore la calidad de vida del paciente en fase terminal. Cuando se acompaña al paciente con terapias de este tipo, este se va apagando poco a poco.


- Volvamos al caso Englaro…


- Me gustaría saber quién es el que está tan convencido, tan seguro de que las ondas cerebrales que aparecen en el monitor no son vida. El que no está muerto tiene ondas cerebrales, en esto la medicina está de acuerdo. Por lo tanto el problema tiene que ver con esas ondas. ¿Qué neurólogo puede decir que «estas ondas no son dignas»? Yo no tengo la respuesta, y no creo que nadie la tenga. Para nosotros “digno” e “indigno” corresponden siempre a “podemos”, “estamos en plena forma” o no. ¿Se puede decir que no es “digno” sólo porque el paciente ya no puede hablar con nosotros ni con su familia o porque ya no tiene reflejos? No lo sé. Para mí es menos digna la enfermera absentista o el médico que deja a ese paciente en ese estado. En mi opinión, mientras haya ondas cerebrales podemos hablar de vida. Uno no deja de ser digno sólo porque necesite asistencia. No hay vergüenza, no hay motivo para decir: «No lo soporto». Para mí no es más que orgullo: «No podría soportar no tener autonomía para mis necesidades fisiológicas». Pero, ¿estamos de broma? ¿Tienes tanto orgullo que no aceptarías para ti semejante estado? ¿Pero quién te crees que eres? Puede que tú no lo soportaras pero hay mucha gente que sí lo hace; hay enfermos de esclerosis lateral amiotrófica que escriben libros con los párpados. Tenemos que reconocer que son valientes como leones. Pero aceptar la eutanasia sería como darles una bofetada. Sería poco menos que decirles: «Vuestra vida no es digna. Nosotros, que lo sabemos todo y tenemos de todo, preferiríamos la muerte antes que vivir como lo hacéis vosotros». Me parece inhumano. ¿Os dais cuenta? Hemos partido de un derecho, pero poco a poco llegamos a cosas alucinantes e inhumanas. Sobre todo inhumanas.


- ¿A qué se dedica en la actualidad?

- Formo parte de un equipo de personas que está afrontando un problema: cómo humanizar la medicina. Con los años, la medicina se hace más tecnológica y el médico se especializa cada vez más. El resultado es que muchas veces no se ve al paciente como tal, sino como muchos trozos. Lo que falta es lo que une todas las piezas. Al paciente, con sus preocupaciones y sus preguntas, se le abandona. El Ministerio ha pedido a un grupo formado por médicos enfermos, que pueden contemplar el sistema sanitario desde los dos puntos de vista –el del médico y el del paciente–, que determinen cuáles son las carencias que pueden subsanarse y cuáles, por el contrario, son estructurales. Pensemos, por ejemplo, en alguien que tiene que elegir dónde quiere que le traten para tener más probabilidades de vivir. En esto al paciente se le deja completamente solo. Queriendo encontrar lo mejor, no tiene más remedio que fiarse del boca a boca entre sus amistades para intentar aferrarse a algo real. Para muchos pacientes, entre los que me encuentro, el miedo a no haber hecho lo mejor es una fuente de estrés. El Ministerio de Sanidad debería tener una lista de centros especializados, con el número de casos tratados e indicaciones sobre la calidad del tratamiento. Ésta es una de las cosas que proponemos. También proponemos que la cuestión se afronte con seriedad ya desde la Universidad. Un estudiante de Medicina debe ser un buen comunicador. Hay médicos que nunca miran a la cara a los pacientes. El paciente ingresado tiene derecho a tener, al menos una vez al día, una conversación con su médico; si esta visita se produce de manera humana, el paciente estará sereno durante las otras veintitrés horas y cincuenta y cinco minutos sin el médico. Todo esto parece obvio, pero lo es aún más cuando uno lo vive. La humanización y la eutanasia parecen cosas diferentes pero en realidad van unidas. Con una medicina verdaderamente humana no se plantea el problema de si el paciente quiere vivir o morir. Este problema no debería plantearse.



No más piedras a nuestro tejado (a ver si se nos va a caer encima).


Alguna vez me he planteado que, si no fuese cristiano, mas por alguna razón naciera en mí cierto interés por la fe católica, indagaría en las diferentes páginas de información religiosa. Leería las noticias, los artículos de opinión, intentando hacerme una mejor idea de cómo es la realidad, la actualidad, de nuestra fe. Averiguaría lo que pudiese sobre los diversos movimientos católicos, sus características, su carisma. Internet sería un arma poderosísima para hacerlo.


El resultado sería probablemente catastrófico. No ya sólo por el hecho de que, según el portal de información, lo que en uno es blanco, en otro es negro (es aún peor que confrontar la misma noticia en “La Razón” y en “El País”), sino por tantos artículos en los que unos despedazan a otros: movimientos de la Iglesia, obispos, e incluso al papa. No me refiero a distintos pareceres o críticas constructivas. Me refiero a escritos que rozan el odio, que destilan maldad, que están en las antípodas de toda forma de caridad, que sonrojan a quien ama a la Iglesia, que se centran en excluir a unos u otros.


No hablo de quien ama a su particular cortijillo, su parcela. Hablo de quien ama a la Iglesia con mayúsculas, la que Cristo edificó desde Pedro, la que permanecerá hasta el fin de los tiempos, pese a nosotros mismos y nuestro eterno lanzamiento de piedras al propio tejado. La Iglesia en la que caben, en la que son necesarias, todas sus realidades: Camino Neocatecumenal, Comunión y Liberación, Focolares, Opus Dei, Renovación Carismática… son tantas, tan bellas, con tantos frutos… ninguna sobra, y ninguna a su vez tiene derecho a apropiarse la “excelencia” católica. Movimientos, órdenes religiosas, Iglesia Diocesana, tantas y tantas comunidades, son medios para la salvación de miles, de millones de personas. Son medios para servir a la Iglesia, que es una, católica y apostólica. Empezando por el servicio al propio obispo, buscando siempre la comunión con él, y por supuesto con el papa.


Y sin embargo, lo cierto es que en todo esto somos muchas veces motivo de escándalo para otros. Lejos de practicar la corrección fraterna con caridad, de intentar quitar la viga de nuestro ojo antes que la paja del ajeno, aireamos sin pudor nuestras diferencias, nuestros juicios, nuestras condenas. Qué rápido obviamos todo aquello que nos une a nuestros hermanos de fe, para centrarnos y enfatizar nuestras diferencias. Qué prestos somos en condenar públicamente a aquellos que en la Iglesia ejercen puestos de responsabilidad, a aquellos que son más ferozmente tentados por nuestro común enemigo, a aquellos por los que diariamente deberíamos orar, pidiendo a Dios que les sostenga, que les dé luz, discernimiento, sabiduría. A veces parece que estamos más empeñados en emprender una guerra civil que nos agota.


Los chismes sobre movimientos episcopales, la exhaustiva y cansina búsqueda de la tercera pata gatuna en cada palabra del papa, las noticias religiosas sensacionalistas, no son herramientas positivas para la edificación de nuestra vida de fe.


En esta semana de unión entre los cristianos que hoy termina, le pido al Señor que los católicos sepamos apreciar, sepamos amar como obra de Dios que es, la diversidad de realidades, de dones, de carismas, que el Espíritu Santo suscita dentro de nuestra Iglesia. Pues cuán lejano se hace acercarse a un cristiano de otra denominación, cuán hipócrita incluso, si no hay comunión entre los católicos.



III Domingo Tiempo Ordinario


Jonás 3,1-5.10; 1 Corintios 7, 29-31; Marcos 1, 14-20


« Venid conmigo y os haré pescadores de hombres. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron »


« No pretendamos nivelar, ni igualar. La originalidad es el camino concreto que Dios marca a cada uno. Potenciando la fuerza interior que Dios nos ha confiado. Respetando diferentes formas de ser »


El otro día vi la película llamada «Divergentes». En ella se presenta un mundo futuro de ficción. Para mantener la paz han constituido cinco facciones. Cada una con un rasgo fundamental. Son las siguientes: Osadía. A ella van los osados, los que tienen un alma valiente. Quieren proteger a los demás y dar su vida luchando por ellos. Son defensores, imponen el orden. Otra facción se llama concordia. Son positivos y alegres. Cultivan la tierra y viven en paz. No hacen daño a nadie. Otros pertenecen a la facción de abnegación. Ellos están dispuestos a dar la vida por los demás. Son solidarios, no piensan en sí mismos. Huyen de la vanidad. Son servidores sociales y por eso detentan el poder. Los que viven en erudición buscan la verdad, investigan y estudian. Tienen el poder que da el conocimiento de las cosas. Los que imparten la justicia pertenecen a la facción de la verdad. Dicen siempre la verdad, lo que piensan. Incluso aunque uno no quiera oírla. Son cinco facciones que permanecen en paz respetando la originalidad de los otros. La pertenencia a una u otra facción viene dada por cómo es cada uno. Para ello hay una prueba que muestra cómo somos en nuestro interior. Aunque la prueba nunca es definitiva y, al final, uno decide libremente dónde quiere ir. Lo que sucede es que, como pasa con los test de personalidad, no es tan fácil encasillar a las personas en un solo temperamento o grupo. Uno no tiene normalmente sólo un rasgo que lo determina. Eso sí, algunos rasgos suelen destacar por encima del resto. Pero hay algunas personas que tienen a la vez varios rasgos muy marcados, rasgos que destacan con fuerza. Por eso en la vida no basta con hacer un test para saber cómo somos. Es necesario ahondar más, saber cómo somos en realidad, profundizar en nuestra historia, descubrir lo más original que tenemos. En la película los divergentes son aquellos que no encajan en una sola facción. Lo que es una riqueza de la persona, se ve aquí como un peligro. Son personas complicadas, fuera del sistema, que desestabilizan el orden porque no encajan, porque no se las puede encasillar tan fácilmente. El planteamiento parece un poco simple, pero tiene intuiciones verdaderas. Se trata de una paz basada en un equilibrio que no existe. Un intento por controlar a los diferentes, reduciéndolos, eliminándolos, apartándolos. Una paz que no funciona.


La verdad es que, en nuestro camino, queremos saber bien cómo somos . Queremos pertenecer a algún sitio, a alguna realidad, no vivir abandonados, sin hogar. Nos gusta saber cuáles son nuestras fuerzas, lo que nos hace felices, lo que nos ayuda a crecer, dónde seremos más útiles. Y también queremos descubrir en qué nos diferenciamos de los otros. Queremos ser fieles a nosotros mismos, a nuestra verdad, a lo más original que hay en el corazón. Eso sí, como casi nunca somos cien por ciento de una sola manera, corremos el peligro de no encajar en un solo sitio. Como en la película, queremos ser justos y veraces, osados y amables, abnegados y serviciales, a un mismo tiempo. La intuición que desarrolla la película me gusta. A veces queremos encasillar a las personas en una única facción. Nos gusta decirles a los demás cómo son. Así los controlamos y sabemos cómo van a reaccionar siempre. Lo hacemos mucho con las personas a las que amamos. Como queriendo que no se salgan del esquema fijado. Que no rompan el molde en el que las hemos colocado. Que no desestabilicen el sistema siendo demasiado originales. A veces lo hacemos también con nosotros mismos y nos limitamos. Creemos que no podemos crecer en ciertos aspectos. Y tapamos otros rasgos de nuestra alma que gritan por salir. Y todo para encajar. Para no desentonar. Todos, en el fondo, tenemos algo de divergentes. De rebeldes. De luchadores. No queremos que nos limiten, que nos impongan una forma de ver la vida negando nuestra originalidad. Todo esto es muy cierto. Pero la pregunta que subyace tiene que ver con la pertenencia. Queremos pertenecer a un grupo. Y a veces podemos ceder a lo que somos en lo más hondo para ser aceptados en un lugar. La tensión entre ser fieles a lo que somos de verdad y adaptarnos a lo que una comunidad o un grupo espera de nosotros, siempre va a existir. Los que nos quieren suelen esperar de nosotros ciertas actitudes. Algunas son importantes y tendremos que cultivarlas. Pero otras puede que no. Lo importante es no renunciar a nuestra verdad, a lo más auténtico que hay en el alma. Porque siempre volverá a gritar desde lo más profundo de nuestro ser. No cedamos a nuestra intuición más verdadera. Podemos pertenecer a un grupo, encontrar un hogar, pero sin dejar de ser nosotros mismos, sin renunciar a nuestra verdad. No hay nada peor que una sociedad que busca que todos sean iguales, o que todos estén controlados, piensen lo mismo, se adapten a un sistema. A veces buscamos lo mismo en la Iglesia. Queremos que todos piensen exactamente igual, vivan la fe de la misma forma, tengan la misma espiritualidad. Justamente Pentecostés nos muestra el camino de la diversidad que encuentra su unidad en Cristo. En Él cabemos todos. Somos diferentes, y encajamos. No pretendamos nivelar, ni igualar. La originalidad es el camino concreto que Dios marca a cada uno. Potenciando la fuerza interior que Dios nos ha confiado. Respetando diferentes formas de ser. Aceptando otros carismas. No queremos nivelar, sino respetar siempre. No parece tan sencillo porque con frecuencia nos quedamos en lo que nos molesta y vemos sólo lo que los demás tendrían que mejorar. Decía el P. Kentenich: «Es un arte superar en nosotros al escarabajo estercolero y cultivar en nosotros la abeja. Tenemos que darle también al otro el derecho a su ser. Educarnos a nosotros mismos para ver en él más lo positivo, lo valioso, antes que estar colocando siempre en primer plano lo que no me gusta en él. No que queramos negarlo. Dios también lo conoce» . Es el arte de ver lo bueno en los demás. Respetando su forma original de ser. Sin escandalizarnos, ni asustarnos. Ver lo bueno en el diferente, en el que no piensa igual que nosotros. Aceptando las diferencias, conviviendo pacíficamente con ellas sin miedo, sin perder la paz, sin temer que su cercanía pueda contagiarnos, sin temer el qué dirán. Sí, porque a veces nos preocupa más lo que los demás piensan que lo que realmente quiere Dios. Jesús comía con prostitutas y publicanos. Él miraba al diferente y veía la semejanza. Veía, en lo más hondo del corazón, su verdad más bella, su originalidad más valiosa. Abrazaba y sostenía al que encontraba en el camino.


Esta semana hemos celebrado el 20 de enero. El Padre Kentenich, el 20 de enero de 1942, tomó una decisión importante . Podía evitar ser mandado al campo de concentración de Dachau. Bastaba con pedir un nuevo informe médico sobre su estado de salud. Era muy posible que ese informe lo eximiera de tener que ir a lo que parecía, por su precaria salud, una muerte segura. Era una decisión moralmente lícita. El Padre lo sabía. El plazo se cumplía el 20 de enero. Esa noche el Padre decide no hacer nada. Ve en la eucaristía qué es lo que le pide Jesús. Esa decisión, ese paso, es un salto audaz. Muchos no lo entendieron. Hacía falta mucha fe para dejar pasar una oportunidad como esa. Como él decía, era necesario tener los dos pies en el mundo sobrenatural. Él va a unir esa decisión a la vivencia de la Inscriptio. Es un acto de amor a Dios por el cual le pedimos que inscriba nuestro corazón en el corazón de Jesús. Decía el P. Kentenich: «La realización de la Inscriptio ocurre en la vida diaria. No queremos pertenecer a aquellos que al rezar saben decir mucho sobre la entrega total, pero que luego reúnen todos los caballos del mundo para que tiren del carro de la propia, pequeña vida y lo hagan volver atrás cuando Dios comienza a tomar en serio nuestra oración y hace con nosotros lo que Él quiere» . Muchas veces en la vida nos empeñamos en hacer lo que nosotros queremos y no nos abrimos con libertad a lo que Dios nos pide. S. Ignacio lo describe en aquella oración: «Toma, Señor, toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento, toda mi voluntad y todo mi corazón. Todo me lo has dado, todo te lo ofrendo sin reservas; haz con ello lo que Tú quieras. Sólo una cosa te pido: tu gracia, tu amor y fecundidad. Tu gracia para que me incline con alegría ante tu voluntad y deseos; tu amor para creerme, saberme -y a veces sentirme- amado siempre como las niñas de tus ojos; tu fecundidad para que yo sea muy fecundo para ti y para María, para nuestra obra común. Así entonces seré rico en plenitud y no querré nada más». ¿Qué estoy dispuesto a entregarle a Dios? Nuestra libertad. Son palabras fuertes. La libertad es un don sagrado. No queremos desprendernos de ella. Perder la libertad, dejar de ser libres para decidir. Nos parece mucho. Mi memoria. Lo que he guardado como sagrado en el corazón. Entregarle lo que he vivido, mi historia personal. Mi entendimiento. Para aceptar que no todo tengo que comprenderlo. ¡Cuántas veces en la vida queremos tenerlo todo bien ordenado! Queremos que las piezas del puzle encajen perfectamente. Miramos hacia delante y hacia atrás deseando que nuestra vida tenga un orden perfecto. No es así y sufrimos. Entregamos el entendimiento, aceptando la posibilidad de vivir sin comprender, sin que todo tenga un sentido, una lógica aceptable. Mi voluntad. Para no querer otra cosa que lo que quiere Dios. Mi corazón. Para no amar otra cosa que lo que ama Dios. Es bonito el gesto. A veces nos sentimos superados por la vida, incapaces de seguir remando mar adentro. Sólo necesitamos la gracia de Dios, su amor y su fecundidad. Para que nuestra vida dé fruto en otros corazones. Damos fruto si nos entregamos, no si nos reservamos buscando nuestro deseo.


Abandonar nuestra vida en manos de Dios no parece nunca tan sencillo. Sobre todo cuando estamos hablando del sufrimiento. No queremos sufrir. Va contra nuestra naturaleza que busca la felicidad, la paz, el descanso, la alegría. No hay nada más contrario a nuestro querer. Sufrir nos parece innecesario, injusto, demasiado duro. En esos momentos, cuando nos faltan las fuerzas, es Dios quien nos sostiene: «Esto vale especialmente cuando Dios nos lleva a la escuela del sufrimiento. Para Pablo es natural que nosotros, en nuestra calidad de miembros de Cristo, seamos asociados a su pasión, y que el padecimiento no sólo signifique colapso de fuerzas humanas sino también surgimiento de fuerzas divinas y abundante fecundidad de nuestra vida y de nuestro obrar» . La escuela del sufrimiento. Dios lo permite en nuestra vida. Dios nos ama y en su amor tolera que suframos. El corazón se rebela contra todo sufrimiento. No queremos padecer, no queremos sufrir la pérdida, ni el dolor. Queremos una vida plena. Una persona le rezaba así a Jesús en su dolor: «Conozco muy bien las pérdidas. Desde pequeña tuve que sufrirlas. Las más abruptas, las que me dejaron sin respiro. Dios sabrá explicármelas al final del camino. El tiempo hará el resto, calmará un poco la ausencia, sanará un trozo de mi corazón herido. Mientras tanto me guías por este mundo con tu luz, Señor, que desde la estrella más brillante, desde el mar más profundo y desde las cumbres más altas, me muestra que sólo se llega a ti por tu cruz». El camino del sufrimiento es el camino de la cruz. No pienso que Dios nos mande las cruces. Pero la cruz sale a nuestro encuentro siempre, porque somos limitados, porque el tiempo lo desgasta todo, porque la naturaleza nos hiere. Entonces llega el dolor y el sufrimiento. Y Jesús está ahí, en mi cruz. Muchas veces no encontraremos el sentido. En realidad no siempre será necesario. Sólo le pedimos a Jesús que no nos suelte de la mano, que no nos deje solos por la vida sin su compañía, sin su fuerza y aliento. Es lo que necesitamos. Hablando de su enfermedad, comentaba la doctora África Sendino: «Si Dios me brindase rebobinar la moviola de la vida y me ofreciera elegir entre las dos opciones posibles, salud sin quiebra o lo que realmente me ha sucedido, no podría decir que no a lo que sucedió en realidad. Porque Dios no nos ofrece la enfermedad como castigo, sino como camino. Y porque en ese camino yo estoy aprendiendo intensísimas lecciones de lo que supone que Dios componga el argumento de mi biografía. Comprendo que la Providencia divina no es un simple planteamiento, sino una realidad cotidiana que me aguarda en el rostro de mis amigos. Y presencio, como un espectáculo grandioso, hasta dónde puede llegar la bondad de quienes me rodean» . En el dolor no sólo nos encontramos con el rostro amigable y cercano de Dios, con su mano que nos sostiene, sino con el rostro de todos los que nos cuidan, nos velan, nos acompañan. Por eso queremos pedirle a Dios esa libertad interior ante la vida. Le entregamos nuestros miedos confusos ante el futuro. La desazón que nos invade al pensar en todo lo que nos puede suceder. Se lo entregamos. Es vivir inscritos en el corazón de Jesús. Allí poco importa lo que pueda suceder. Se nos quita el miedo yendo de su mano.


En la vida a veces tenemos que vivir con los dos pies en el mundo de Dios. Pero no es tan sencillo. Decía el P. Kentenich: «Tenemos que tener el sentimiento de ser forasteros en esta tierra, para poder estar arraigados en Dios. Ahora debemos comprometernos en serio en la vida cotidiana. No jugar con palabras, sino demostrar con hechos que le pertenecemos». Son palabras que nos recuerdan a las de San Pablo: «Queda como solución que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no lloraran; los que están alegres, como si no lo estuvieran; los que compran, como si no poseyeran». 1 Corintios 7, 29-31. Estamos muy lejos de vivir así. El apego al mundo es muy fuerte en el alma. Estamos entrañablemente unidos a lo mundano. A veces confundimos lo humano con lo mundano. Lo humano nos habla de Jesús. Él amó lo humano, se dio de forma humana. Él rescata todo lo humano de nuestra naturaleza. Lo mundano puede alejarnos de Dios, porque nos hace vivir con los dos pies sobre la tierra, dejando de lado a Dios. Lo humano es el lazo que nos une más íntimamente con Dios. Pero Jesús se hizo hombre para redimir el mundo. Y por eso el mundo ha de ser parte también de nuestra vida. No huimos del mundo, ni de lo humano. No nos encerramos en nosotros mismos buscando sólo a Dios. A Dios lo encontramos en el mundo, en lo humano. Pero sin desligarnos de su amor. No es tan sencillo pero es el camino que seguimos. Salvar el mundo por la presencia de Dios en medio de los hombres. Cristo se hizo hombre para salvar al hombre en el mundo. Queremos vivir sin estar totalmente apegados. San Pablo lo describe claramente. Enraizados pero libres. Unidos pero anclados en Dios. En la tierra y en el cielo. Somos ciudadanos del cielo. Vivimos entre los hombres y unidos a Dios.


Jesús pasa hoy junto al lago: «Pasando junto al lado de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que eran pescadores y estaban echando el copo en el lago». Hace poco leíamos que Juan se fijó en Jesús que pasaba. Jesús es el paso de Dios por nuestra tierra, por nuestro lago. Dios puso sus pies en nuestro camino. Jesús pasa cada día por nuestra vida. Pasa por nuestra historia, llena de luces y sombras. Pasa por nuestro corazón. Sale a nuestro encuentro allí donde estamos. Llega a nosotros. Los apóstoles están haciendo lo que hacen todos los días, salir a pescar, preparar las redes. Y ahí es donde Jesús se acerca. Acoge su vida tal como es. Cristo viene a nuestro día cotidiano, a nuestro mundo, en lo más humano. Pasa y llega a nosotros cada mañana. Se mete en nuestra vida. Viene. Siempre he querido pasar por la vida de Jesús, por su corazón. Me gusta pensar que Él también pasa por mi vida, se adapta a mí, le interesan mis redes y mi barca, lo que hago. Me pregunta cómo me ha ido, le importa lo que a mí me importa. Comparte mi día. Para Él, nuestro lugar es el lugar de encuentro con Él, un lugar sagrado. A veces, es verdad, no lo vemos. Tan metidos estamos con nuestras cosas, en nuestro mundo. Otras veces, lo buscamos en experiencias religiosas fuertes. Quizás nos falta una mirada limpia y honda para ver sus pies en nuestro camino, en nuestro mismo barro. Para ver su paso por mi vida hoy, sus huellas, su mirada, sus palabras. Siempre me da tranquilidad pensar que Él llega e irrumpe. Que Él pasa por mi vida y se detiene. Pone sus pies en la historia de mi vida. En días tranquilos a veces miro para atrás y veo cómo ha sido su paso, cómo nunca estuve solo. Cómo llegó a mí en momentos, en personas. ¿Cómo es el paso de Dios en mi vida? A veces vamos juntos, caminando. Otras veces su paso es en otros, en su amor, en su belleza. Otras pasa por mi cruz y es mi sostén y mi consuelo, mi fuente de paz. A veces su paso es silencioso, y no lo veo. Hoy llega a la rutina más cotidiana de cuatro hermanos. Trabajan en familia. Navegan. Pescan. Preparan sus redes. Un día cualquiera. Un día más. Jesús pasa junto a su lago.


Jesús se detuvo junto a su barca y sus redes. Los miró con cariño y los llamó a seguir sus pasos. Así mira siempre Él. Ve su sencillez, su vida, su mar, su alma de niños. Eran hombres de acción. Pescadores. Nobles. Puros. Ve quizás también su relación de hermanos. Los eligió en su corazón antes de decírselo. Los nombra. No llama a los cuatro. Llama a cada uno. Pedro. Andrés. Santiago. Juan. El domingo pasado San Juan nos contaba este mismo episodio pero más gradual, cada uno en un momento. Hoy Marcos nos habla de la llamada a la vez. Los llama juntos. Van a vivir en comunidad. Van a vivir la amistad que merece la pena. Con Jesús y entre ellos. Pero Jesús pronuncia cada nombre. Elige a cada uno. Conoce a cada uno. Rezó por cada uno. Siempre es así en la vida. En la Iglesia. ¡Qué importante es cuidar la relación personal con Jesús, hablar con Él, tener con Él mi propia historia de amor! Y a la vez, vivir junto a otros la fe, buscar juntos, ayudarnos. No nos podemos quedar en lo personal ni tampoco diluirnos en la comunidad. Me gusta que Jesús vea juntos a los hermanos. Que nombre a cada uno. Así empezó la aventura. Desde la orilla del lago a la profundidad del mar. Con sus redes rotas pescarán hombres para Dios. Jesús no quería vivir solo. Se acerca. Acog e al otro como es. Lo nombra. Y lo llama, desde su vida, desde lo que es, a soñar con lo que puede llegar a ser. A soñar más. A amar más. A ser más pleno. Les habla en su lenguaje de cosas familiares para ellos. Les habla de redes y de barcas, de mar y de pescar. Pero les abre el horizonte. Les habla de un mar más grande, de un horizonte infinito, de una barca que no naufraga. Toca en su alma sus sueños. Despierta lo que está dormido. Yo no sé si lo comprendieron. Pero quizás vieron en los ojos de Jesús un amor personal, hondo. Sus ojos comprensivos. Y un deseo: «Venid conmigo». Sí. Querían estar con Él. Vivir con Él. ¿Qué tendría Jesús para que esos hombres de corazón limpio se fuesen inmediatamente con Él? ¡Qué confianza más honda! Esa es la llamada de Jesús. A vivir con Él. Desde lo que soy. Desde mis redes y mi barca. Pienso que la vida cristiana es eso, hacer lo mismo que hago pero con Jesús. Él lo cambia todo. Si viniese a mí. ¿Qué lenguaje usaría para que yo lo comprendiese? ¿Qué sueños despertaría en mi corazón? A los pescadores les habló de pescar hombres, de cuidar a otros, de entregar la vida por otros. De ser padres. ¿Cómo me hablaría a mí? Ellos no hicieron cálculos. No pensaron en los pros y en los contras. Me impresiona mucho ese sí inmediato, sin dudas, sin miedos. Lo dejan todo. Sus redes y su barca. Sin dudarlo. Sin consultar a nadie, sin pedir más información: «Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Un poco más adelante vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes. Los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon con Él». Marcos 1, 14-20. No necesitaban ninguna otra seguridad que esa cercanía de Jesús que todo lo cambia. Con Él todo merece la pena. No era un salto al vacío. A veces, cuando nos toca dar saltos en la oscuridad y quedarnos sin nada, el corazón tiembla. La experiencia de dejar algo para ponerse a buscar, pero sin tener nada, es muy difícil. Es la experiencia de desierto. De empezar. De despojarse de todo y buscar eso que llena el corazón, para lo que estamos hechos. Ellos lo dejaron inmediatamente porque lo encontraron a Él. Se despojaron de algo porque habían encontrado lo que buscaban sin saberlo, lo que respondía a ese grito del alma que tapamos tantas veces. Es el tesoro en el campo por el que merece la pena venderlo todo. Dejaron las redes. Dejaron a su padre en la barca. Pero habían encontrado el sentido de sus vidas. Su camino. La aventura de navegar más allá, más profundo, con Jesús. Jesús nos dice siempre: «Ven conmigo. Ven y te ayudaré a vivir en profundidad, a mirar en lo hondo. Ven conmigo y verás que la vida merece la pena, también cuando no comprendas, también cuando haya dolor. Ven conmigo y el mar será cada vez más ancho». Y se marcharon con Él. Nunca se separaron. Jesús siempre estuvo con ellos. Cada día. Así quiero vivir yo siempre. Navegar a su lado.


Jesús llama a sus discípulos en la orilla del lago. Pero sueña con ir con ellos mar adentro . En otro evangelio les pide a los discípulos que confíen y echen las redes dónde Él les diga. Jesús nunca teme el horizonte abierto. Tampoco el horizonte estrecho. Navega. Se adentra. Siempre lo hace así en mi alma. Y me invita a navegar por el océano. Es la pesca milagrosa. Navegan mar adentro y todo cambia. Ellos confían. Pero ir mar adentro en mi vida no significa necesariamente navegar e ir lejos de la orilla, recorrer otros mares e ir a otros horizontes más amplios donde pueda sentirme más valorado o más fecundo. No se trata de ese horizonte en el que se pierde la vista y no parece haber límites. No es ese horizonte en el que no hay trabas, ni órdenes que limiten, ni esas debilidades humanas que me hacen sentirme incapaz. No me lleva a otra parte, no me quita las cosas que hoy me limitan y obstaculizan, no me coloca en una comunidad ideal, con las personas más capacitadas. No me allana el sendero para que no tropiece, ni me quita la tormenta que aleja a los peces. No, sólo quiere que vuelva a mi misma barca, a mi mismo mar, con las mismas redes de siempre. Pero no ya a la hora adecuada, cuando todo cuadra. Quiere que las eche cuando Él me dice. Por eso me promete que seré pescador de hombres. Con mis redes. No con unas maravillosas y mágicas. No, sólo con mis capacidades, con mis límites humanos. Jesús me habla de otro horizonte. Me pide dejar mis redes y mi orilla y no temer. Me pide confiar y pescar donde me pide. Me invita a hacer lo mismo pero con otra hondura, de una forma más profunda. Hacer lo mismo pero a su lado, con sus manos, con su corazón, con su mirada. Consiste entonces en echar las mismas redes, no otras nuevas, no unas redes más grandes y poderosas. Jesús quiere que eche mis propias redes, ya usadas, algo viejas y débiles: «Echad vuestras redes». Y me pide además que lo haga en el mismo lugar. A veces me parece imposible. Sólo me pide que lo haga de nuevo pero de otra forma, confiando totalmente. Abandonado en sus manos. Mirando más allá. Así todo cambia. Decía el Papa Francisco: «Tengo que abandonarme. Hace falta la confianza en que el Señor no nos abandona, y también, el coraje. Coraje para ir hacia adelante y aguante para soportar el peso del trabajo». Confianza y coraje. Aunque hayamos estado toda la noche pescando sin obtener nada. No tememos. Jesús hoy nos promete que seremos pescadores de hombres: «Venid conmigo y os haré pescadores de hombres». Me fascina la invitación. Pero no tanto por poder pescar hombres. Es verdad que lo que más me conmueve es la invitación a ir con Él. ¿Dónde? Donde Él quiera llevarme. A veces me da miedo esa inseguridad de la ruta. ¿Dónde? ¿Y si los mares son muy profundos? El miedo a no controlar el oleaje ni la hondura. Y me pide que guarde las redes. Mis mismas redes que sirven para peces pretende que sirvan también para hombres. Me sorprende su ingenuidad. Como si Él mismo no supiera lo difíciles que son los hombres. Pero rezo como rezaba una persona: «Tú me ayudas a volver a echar las redes. Sin ti me desanimaría, sin ti mi horizonte me parecería plano. Contigo me fío, contigo me atrevo a ir mar adentro de nuevo, y mirar de otra forma. En tu alma está el mar más bello, más hondo, más lleno de peces». Me conmovió la oración. Es verdad. En Jesús está el mar más bello. Por eso con Él puedo pescar hombres, y navegar mares infinitos. Con Él y con aquellas personas que Dios ha puesto en mi camino. En alguna de ellas veo ese mismo mar. Veo a Jesús reflejado en su mirada, en su ánimo, en su confianza ciega, en su serenidad en la tormenta, en su esperanza cuando todo parece imposible. Sí, hay personas así, que llevan el mar reflejado en lo más hondo. Y así descubrimos que es posible. Nos damos cuenta de lo esencial, Jesús camina a mi lado, pesca conmigo, navega en mi barca. Parecía imposible pero es posible. Mi barca es su barca. Me dejo tocar por Jesús y transforma mi pequeña vida en un mar sin orillas. Lo finito en infinito. Los peces en hombres.


Es esa llamada de Jesús que siempre nos conmueve . De nuevo hoy escuchamos su voz, su invitación a seguir sus pasos. Jesús hoy, en este mundo tan convulso, sigue llamando. A cada uno a una vocación determinada. Pienso que la vocación a estar con Él en una vida consagrado sigue ocurriendo hoy igual que siempre. ¿Por qué nos parece que hay menos vocaciones a la vida consagrada? No es fácil comparar los tiempos. A veces lo hacemos y pensamos que en esta época en la que vivimos o Dios llama menos o los jóvenes responden menos a la llamada. No creo que sea así. Dios sigue llamando. Lo que sí pasa es que para que una persona pueda escuchar la llamada a la vocación son necesarias ciertas premisas. Sin hondura no es posible escuchar la voz. A veces me da la impresión de que muchos jóvenes viven tan volcados sobre el mundo que han perdido hondura. No hacen silencio. No navegan en su mar interior. Hay preguntas profundas que no oyen y temas fundamentales que no abordan. Falta profundidad. La vida va muy rápido. Falta silencio. El mundo con sus ruidos, con sus prisas, con sus voces, aturde. Estamos llamados a formar personas religiosas, unidas a Dios en lo más hondo de su alma. Que sepan discernir la voz de Dios, su llamada, su vocación, sea la que sea. Cuando los jóvenes son religiosos, hondos, si Dios los llama, seguro que lo oyen. Puede ser que también hoy falten modelos a los que seguir. O que haya personas consagradas que no vivamos de una forma que invite al seguimiento. El aburguesamiento invade el alma y podemos perder el fuego y la pasión. En esos casos nuestra vida no despierta la pregunta: «Maestro, ¿Dónde vives?». Pienso también que a veces falta osadía para dar el salto. Seguir una vida consagrada es una llamada que sigue chocando en el mundo de hoy. Sorprende. Es como una ruptura con la línea recta que siguen los pasos de cualquier joven. Lo mismo que a esos hombres junto a sus barcas, la llamada de Jesús supuso una ruptura. Ellos no dudaron. Creyeron y se fiaron. El joven rico, sin embargo, temía perder demasiado. A veces creo que muchos jóvenes ya están instalados. Estar instalados no tiene que ver con la edad. Cualquier persona, sin importar su edad, puede vivir así. Tiene más que ver con una actitud ante la vida. Un miedo profundo e irracional a perder su seguridad, su comodidad, sus cosas, sus planes. Cuando uno vive acomodado prefiere no escuchar la voz de Dios. No quiere que haya cambios. Teme las sorpresas de la vida. En un corazón acomodado no cabe la vocación. Hay mucho que perder y no parece tanto lo que se puede ganar. Muchos jóvenes viven acomodados, instalados. En ellos una llamada a dejar las redes, sus redes, sus costumbres, su tierra incluso, sus planes profesionales, sus amores, parece excesivo. ¿Y si luego uno se equivoca? Es hoy muy grande el miedo a equivocarse. Creo que por eso hay tanta indecisión. Los corazones indecisos son muchos. Cuesta tomar decisiones. Más aún si las decisiones son importantes. Hay un miedo profundo a la soledad. Una vida consagrada se ve como un páramo sin flores, sin descanso, sin compañía. Sí, Jesús viene conmigo, pero, se preguntan, ¿no hay nadie más? El temor a la soledad es hondo. Y la soledad, lo queramos o no, siempre nos va a acompañar. Tendremos que aprender a vivir con ella, sea cual sea nuestro estado de vida. Es bonito aprender a hablar con ella, a quererla en las noches duras del invierno, a besarla con cariño. Es importante aprender a apreciar su dureza y aceptar que será mi compañera de viaje en cualquier viaje que emprenda. Ya sea en la vida consagrada, como soltero o si formo una familia. Creo entonces que la llamada de Jesús a seguir sus pasos, a ser pescador de hombres, sigue hoy sonando con fuerza. Muchos corazones la oyen y responden con prontitud. Otros muchos no la oyen. Otros, oyéndola, prefieren seguir su camino, por miedo, por indecisión, por falta de confianza. En todo caso, no me inquieta. Jesús sigue construyendo su reino sobre aquellos corazones que se le abren. Que le dejan caminar en su interior. Que le ofrecen su barca para navegar mar adentro. ¿Dónde estoy yo? ¿Qué me pide hoy Jesús?


Pero, en realidad, ¿qué significa pescar hombres ? Es una expresión muy conocida. A veces puede tener una connotación negativa. Nos parece que pescar es liar a alguien, hacer que se le complique la vida, convencerlo para que haga lo que no quiere hacer. Pero no es eso. No queremos hacer proselitismo, ya nos lo decía el Papa Francisco. No queremos convencer a nadie con palabras. Son los ejemplos los que arrastran. Sabemos que Jesús le da otra dimensión a nuestra vida. Esto sucede porque me fío, porque dejo que camine a mi lado y no huyo. Porque sigo su voz y no me alejo. Jesús me lía con su red de amor, de comprensión. Y yo le digo: «Voy contigo. Tú me abres los ojos del corazón». Jesús nos llama a seguir sus pasos, nos invita a la conversión. A estar con Él y cambiar de vida. A dejar los peces y pasar a pescar hombres. Nos llama a hacer plenitud lo que ya está en nosotros. Sólo quiere que nos fiemos de Él. Nos pide que usemos nuestras redes, nuestros conocimientos, nuestros talentos. Nos llama a seguir haciendo lo mismo pero todo en una nueva dimensión. Con Él nos adentramos mar adentro y echamos nuestras redes. Confiamos. Lo hacemos con paciencia. Pero ahora a su lado. Es una vocación a vivir en plenitud la cercanía con el Señor. Es la invitación a cambiar de vida, a convertir el corazón para que sea total posesión de Dios. Pescar hombres tiene que ver con nuestra vida y, al mismo tiempo, es algo que supera todos nuestros sueños y expectativas. Tiene que ver con vivir de tal forma que nuestro amor llegue a muchos corazones. Hay tantos hombres perdidos. Hay tanta frialdad en el mundo en el que vivimos. Echamos las redes de la unidad. Las redes que unen los corazones. Las redes que siembran la paz. Hay tanta soledad. El hombre de hoy necesita un hogar, necesita sentirse en casa. Echamos nuestras redes. Echamos las redes para anunciar que Jesús está con nosotros, cada día, para siempre. Que Él no nos deja nunca. Echamos las redes porque deseamos que muchas personas cambien de vida, sean mejores, más humildes, más de Dios. Ojalá muchos corazones se levantaran como en Nínive y cambiaran de vida como cuando Jonás predicó allí la conversión: «Creyeron en Dios los ninivitas; proclamaron el ayuno y se vistieron de saco, grandes y pequeños. Y vio Dios sus obras, su conversión de la mala vida». Jonás 3,1-5 . Creyeron y se convirtieron. Echar las redes tiene que ver con dar esperanza, con mostrar el horizonte amplio al que Jesús nos llama. Pescar hombres es una invitación a estar con Dios, a experimentar ese amor personal de Jesús. Siempre será una pesca milagrosa, porque la conversión es obra de Dios. Nosotros sólo echamos las redes, dejamos ver su rostro torpemente y Dios hace el resto, cambia los corazones.



Dominico de los campamentos


He hablado por teléfono con mis amigos: Juan Pedro y María Luisa, quienes contrajeron matrimonio, en el pueblo de Porcuna, presidiendo la ceremonia el padre Francisco Tornero, miembro de la Orden de Predicadores.

Nacido en Villanueva del Arzobispo, el padre Tornero, era un dominico menudo de estatura, pero grande de alma y lleno de paciencia para aguantar a los chicos de los campamentos del Frente de Juventudes, a los que cada verano se apuntaba para servir de capellán.


Aquel dominico tenía un timbre de voz dulce, que obligaba a que sus oyentes se callaran para escucharle mejor sus excelente homilías, con el estilo propio de un dominico de la vieja escuela de predicadores.


Nunca se separó de su hábito blanco y negro; siempre estaba orgulloso de su pertenencia a la orden de Santo Domingo de Guzmán.


La última vez que lo encontré fue en el convento de Santa Cruz la Real, en Granada, donde residía. Recuerdo un sabio consejo: "Reza siempre el Santo Rosario, como haces desde niño. No lo olvides". Sigo haciéndolo.


Descanse en paz el padre Tornero, un hombre bueno.


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Lean, amigos, mi último Tratado titulado


La Religión de la Comunicación incomunicada en España


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Tomás de la Torre Lendínez




Francisco reivindica el ecumenismo de la sangre: «Los perseguidores no hacen diferencias»

Impulsar el encuentro, el diálogo y la escucha, como nos enseña Jesús, que es paciente y nos ofrece un camino de conversión interior, que nos hace crecer en la caridad y en la verdad. Y nos impulsa a rogar el don de la comunión plena de todos los cristianos, sedientos de paz y fraternidad, para que brille ‘el sagrado misterio de la unidad de la Iglesia’ como signo e instrumento de reconciliación para el mundo entero. Fue la exhortación de Francisco, que presidió las segundas Vísperas de la Solemnidad de la Conversión de San Pablo Apóstol, como es tradicional en la basílica papal dedicada al Apóstol de las gentes, culminando así la Semana de oración por la unidad de los cristianos 2015.

Reflexionando sobre el tema de este año, con las palabras de Jesús a la samaritana: Dame de beber, del Evangelio de San Juan, el Papa se refirió a las controversias entre los cristianos, heredadas del pasado, e hizo hincapié en la importancia de comprender lo que nos une. Es decir, «la llamada a participar en el misterio del amor del Padre, revelado por el Hijo a través del Espíritu Santo». «Nos necesitamos unos a otros, necesitamos encontrarnos y confrontarnos guiados por el Espíritu Santo, que armoniza la diversidad y supera los conflictos».


Jesús es la fuente de Agua viva que apaga la sed de amor, de justicia y libertad. Y ante una multitud de hombres y mujeres cansados y sedientos, los cristianos estamos llamados a ser evangelizadores: «Todos estamos al servicio del único y mismo Evangelio», señaló el Santo Padre, reiterando que Jesús es la fuente de la que brota el agua del Espíritu Santo, es decir, «el amor de Dios derramado en nuestros corazones» (Rm 5,5) el día del Bautismo.


«Queridos hermanos y hermanas, hoy nosotros, que estamos sedientos de paz y fraternidad, invocamos con corazón confiado que el Padre celestial, por medio de Jesucristo, único Sacerdote, y la intercesión de la Virgen María, el apóstol Pablo y todos los santos, nos dé el don de la plena comunión de todos los cristianos, para que pueda brillar "el sagrado misterio de la unidad de la Iglesia" (Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 2), como signo e instrumento de reconciliación para el mundo entero».


El Papa se refirió finalmente al ecumenismo de la sangre: «Y en este momento de oración por la unidad, quisiera recordar a nuestros mártires de hoy. Ellos dan testimonio de Jesucristo y son perseguidos y asesinados por ser cristianos, sin hacer distinciones por parte de los perseguidores de la confesión a la que pertenecen. Son cristianos y por esto perseguidos. Esto es, hermanos y hermanos, el ecumenismo de la sangre.», dijo.


Con estas palabras concluyó su homilía, en la que dirigió un saludo cordial y fraterno a los respectivos representantes del Patriarcado Ecuménico, del Arzobispo de Canterbury, y a todos los representantes de las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales. A los miembros de la Comisión Mixta para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas orientales, a los estudiantes del Ecumenical Institute of Bossey y a los jóvenes que se benefician de las becas ofrecidas por el Comité de Colaboración Cultural con las Iglesias ortodoxas, que actúa en el Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos.


Sin olvidar a los religiosos y religiosas pertenecientes a diferentes Iglesias y comunidades eclesiales, que han participado estos días en un encuentro ecuménico, organizado por la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, en colaboración con el Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, con ocasión del Año de la vida consagrada.


Homilía del Papa en la oración de las vísperas celebrada en San Pablo Extramuros

En viaje desde Judea a Galilea, Jesús pasó por Samaría. Él no tiene ninguna dificultad en encontrarse con los samaritanos, considerados herejes, cismáticos, separados de los judíos. Su actitud nos dice que confrontarse con los que son diferentes de nosotros puede hacernos crecer.


Jesús, cansado del viaje, no duda en pedir de beber a la mujer samaritana. Su sed, sin embargo, va mucho más allá de la sed física: es también sed de encuentro, deseo de entablar un diálogo con aquella mujer, ofreciéndole así la posibilidad de un camino de conversión interior. Jesús es paciente, respeta a la persona que tiene ante él, se revela a ella gradualmente. Su ejemplo alienta a buscar una confrontación pacífica con el otro. Para entenderse y crecer en la caridad y en la verdad, es preciso detenerse, acogerse y escucharse. De este modo, se comienza ya a experimentar la unidad. La unidad se hace en el camino, nunca etsá parada, la unidad se hace caminando.


La mujer de Sicar pregunta a Jesús sobre el verdadero lugar de adoración a Dios. Jesús no toma partido en favor del monte o del templo, sino que va a lo esencial, derribando todo muro de separación. Él se refiere a la verdad de la adoración: «Dios es espíritu, y los que adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad» (Jn 4,24). Muchas controversias entre los cristianos, heredadas del pasado, pueden superarse dejando de lado cualquier actitud polémica o apologética, y tratando de comprender juntos en profundidad lo que nos une, es decir, la llamada a participar en el misterio del amor del Padre, revelado por el Hijo a través del Espíritu Santo. La unidad de los cristianos no será el resultado de refinadas discusiones teóricas, en las que cada uno tratará de convencer al otro del fundamento de las propias opiniones. Vendrá el Hijo del Hombre y nos encontrará todavía en las discusiones. Debemos reconocer que, para llegar a las profundidades del misterio de Dios, nos necesitamos unos a otros, necesitamos encontrarnos y confrontarnos bajo la guía del Espíritu Santo, que armoniza la diversidad y supera los conflictos. Reconcilia las diversidades.


Poco a poco, la mujer samaritana entiende que quien la ha pedido de beber, puede saciarla. Jesús se le presenta como la fuente de la que brota el agua viva que apaga para siempre su sed (cf. Jn 4,13-14). La existencia humana revela aspiraciones ilimitadas: la búsqueda de la verdad, la sed de amor, de justicia y libertad. Son deseos satisfechos sólo en parte, porque desde lo más profundo de su ser el hombre se mueve hacia un «más», un absoluto capaz de satisfacer su sed de manera definitiva. La respuesta a estas aspiraciones la da Dios en Jesucristo, en su misterio pascual. Del costado traspasado de Jesús fluyó sangre y agua (cf. Jn 19,34): Él es la fuente de la que brota el agua del Espíritu Santo, es decir, «el amor de Dios derramado en nuestros corazones» (Rm 5,5) el día del Bautismo. Por obra del Espíritu, nos hemos convertido en uno con Cristo, hijos en el Hijo, verdaderos adoradores del Padre. Este misterio de amor es la razón más profunda de unidad que une a todos los cristianos, y que es mucho más grande que las divisiones que se han producido a lo largo de la historia. Por esta razón, en la medida en que nos acercamos con humildad al Señor Jesucristo, nos acercamos también entre nosotros.


El encuentro con Jesús transforma a la mujer samaritana en una misionera. Al haber recibido un don más grande e importante que el agua del pozo, la mujer deja allí su cántaro (cf. Jn 4,28) y corre a decir a sus conciudadanos que ha encontrado al Cristo (cf. Jn 4,29). El encuentro con él le ha devuelto el sentido y la alegría de vivir, y ella siente el deseo de comunicarlo. Hoy existe una multitud de hombres y mujeres cansados y sedientos, que nos piden a los cristianos que les demos de beber. Es una petición a la que no podemos sustraernos. En la llamada a ser evangelizadores, todas las Iglesias y Comunidades eclesiales encuentran un ámbito fundamental para una colaboración más estrecha. Para llevar a cabo este cometido con eficacia, se ha de evitar cerrarse en los propios particularismos y exclusivismos, así como imponer uniformidad según los planes meramente humanos (cf. Exhort. ap., Evangelii gaudium, 131). El compromiso común de anunciar el Evangelio permite superar toda forma de proselitismo y la tentación de la competición. Todos estamos al servicio del único y mismo Evangelio.


Y en este momento de oración por la unidad, quisiera recordar a nuestros mártires de hoy. Ellos dan testimonio de Jesucristo y son perseguidos y asesinados por ser cristianos, sin hacer distinciones por parte de los perseguidores de la confesión a la que pertenecen. Son cristianos y por esto perseguidos. Esto es, hermanos y hermanos, el ecumenismo de la sangre.


Con este gozoso testimonio de nuestros márrites de hoy, y con esta gozosa certeza, dirijo mi saludo cordial y fraterno a Su Eminencia el Metropolita Gennadios, representante del Patriarcado Ecuménico, a Su Gracia David Moxon, representante personal en Roma del Arzobispo de Canterbury, y a todos los representantes de las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales reunidos aquí en la Fiesta de la Conversión de San Pablo. Además, tengo el placer de saludar a los miembros de la Comisión Mixta para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas orientales, a quienes deseo un trabajo fructífero para la sesión plenaria que tendrá lugar los próximos días en Roma. Saludo también a los estudiantes del Ecumenical Institute of Bossey y a los jóvenes que se benefician de las becas ofrecidas por el Comité de Colaboración Cultural con las Iglesias ortodoxas, que actúa en el Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos.


También están hoy presentes aquí religiosos y religiosas pertenecientes a diferentes Iglesias y Comunidades eclesiales, que han participado estos días en un encuentro ecuménico, organizado por la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, en colaboración con el Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, con ocasión del Año de la vida consagrada. La vida religiosa, como profecía del mundo futuro, está llamada a ofrecer en nuestro tiempo el testimonio de esa comunión en Cristo que va más allá de toda diferencia, y que está hecha de decisiones concretas de acogida y de diálogo. En consecuencia, la búsqueda de la unidad de los cristianos no puede ser prerrogativa sólo de alguna persona o comunidad religiosa particularmente sensible a esta problemática. El conocimiento mutuo de las diferentes tradiciones de vida consagrada, y un fecundo intercambio de experiencias, puede ser útil para la vitalidad de todas las formas de vida religiosa en las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales.


Queridos hermanos y hermanas, hoy nosotros, que estamos sedientos de paz y fraternidad, invocamos con corazón confiado que el Padre celestial, por medio de Jesucristo, único Sacerdote y mediador, y la intercesión de la Virgen María, el apóstol Pablo y todos los santos, nos dé el don de la plena comunión de todos los cristianos, para que pueda brillar «el sagrado misterio de la unidad de la Iglesia» (Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 2), como signo e instrumento de reconciliación para el mundo entero.



Angelus: «El diablo es el padre de las divisiones» y «Dios tiene sed de nuestros corazones»

Quien escucha a Jesucristo y lo sigue entra en el Reino de Dios", dijo el Papa Francisco antes de la oración mariana del Ángelus este domingo, tras ser recibido con una gran ovación por los fieles que llegaron a la Plaza de San Pedro a rezar con él. El Evangelio del día recoge el inicio de la predicación de Jesús en Galilea, justo tras el prendimiento de Juan el Bautista, y el Papa subrayó que "el anuncio de Jesús es similar al de Juan, con la diferencia sustancial de que Jesús no apunta a otro que tiene que venir, Jesús es Él mismo el cumplimiento de las promesas, Él mismo es la Buena Nueva que hay que creer, acoger y comunicar".

"Jesucristo en persona es la palabra viva y actuante en la Historia", continuó Francisco: "Quien lo escucha y lo sigue entra en el Reino de Dios. Jesús es el cumplimiento de las promesas divinas porque Él es quien da al hombre el Espíritu Santo, el agua viva que quita la sed de nuestro corazón inquieto, sediento de vida, de amor, de libertad, de paz, sediento Dios".


El mismo Jesús reveló a la samaritana que nuestro corazón está sediendo de Dios cuando le dijo Dame de beber, palabras que han constituido el tema de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos que termina este domingo. Esta tarde el Papa irá a la basílica de San Pablo Extramuros para rezar por la unidad de todos los creyentes en Cristo: “Jesús nos quiere a todos unidos”, dijo.


"Dios, haciéndose hombre, ha hecho suya nuestra sed, no sólo del agua material, sino la sed de una vida plena libre de la esclavitud del mal y de la muerte", proclamó el Pontífice, quien añadió que también "Dios tiene sed de nosotros, de nuestros corazones, de nuestro amor".


Y al evocar el deseo de unidad, recordó que "es el diablo, lo sabemos, el padre de las divisiones, alguien que siempre divide, quien hace las guerras, quien hace tanto mal. Que esta sed de Jesús se convierta cada vez más en nuestra sed".


Después de rezar el Angelus y bendecir a los fieles, el Papa tuvo unas palabras de preocupación por la situación en Ucrania. Posteriormente, dos niños de la Acción Católica de Roma, Sara y Matteo, se asomaron junto al Pontífice a la ventana, desde donde la chica leyó un mensaje como conclusión a la caravana del proyecto Da vida a la paz, a través del cual se recaudaron fondos para diversos proyectos en Burkina Faso.



Fue ministro y profesor presbiteriano, hoy es católico y para unir a los cristianos propone a María

Kenneth H. Howell se educó en una familia protestante presbiteriana de EEUU, llegó a ser ministro presbiteriano desde 1978 y profesor en el Seminario Teológico Reformado de Jackson, Mississippi desde 1988.

Hacia 1991, preparando un curso sobre la Eucaristía e investigando cómo entendían la eucaristía los primeros cristianos, se convenció de que Cristo estaba realmente en la eucaristía de la Iglesia antigua y que los calvinistas se equivocaban en su postura.


Él siempre había pensado que Calvino era un reformador que había “arreglado” los fallos de la Iglesia medieval y del siglo XVI, que había animado a “volver a la Iglesia antigua”. Kenneth lo hizo, investigó la Iglesia antigua… y descubrió que esa iglesia no era calvinista, sino más bien católica.


Además descubrió que era necesaria una autoridad, un Magisterio, para interpretar la Palabra de Dios. Fue comprendiendo que Dios había dejado esa autoridad en la Iglesia católica, en Pedro y los apóstoles y sus herederos.


Entre 1991 y 1994 exploró además la espiritualidad de San Ignacio de Loyola, y se sintió cada vez más atraído por la plenitud de la fe católica. Un amigo católico le pagó un viaje y una inscripción en la Universidad Franciscana de Steubenville en verano de 1992 para un curso de “Defender la fe”, y allí conoció a Marie Jutras, una católica de toda la vida (por el momento conocía sobre todo católicos ex-protestantes) que le asombró por su conocimiento de la fe y ayudó con su amistad a superar algunos prejuicios de su esposa contra el catolicismo.


En 1994 dejó su seminario protestante después de enseñar en él seis años. En 1996 se incorporó plenamente a la fe católica, y su esposa lo hizo 14 años después, en 2010.


María y la unidad de los cristianos

En 2011 Kenneth, ya como profesor en el Newman Center de la Universidad de Illinois, escribió una reflexión sobre el papel de María en la unidad de los cristianos, en su libro “Mary of Nazareth: Sign and Instrument of Christian Unity” (Queenship Publishing).


En primer lugar, señaló que a finales del siglo XX se han multiplicado los esfuerzos y el deseo de unidad entre los cristianos de distintas comunidades… y también se han multiplicado las “apariciones y locuciones marianas declaradas”, y en general la devoción mariana no va a menos, sino que crece.


“Estoy convencido de que las preguntas sobre María deben afrontarse de cara si se ha de lograr algún ecumenismo verdadero”, afirma.


Considera que el ecumenismo verdadero no consiste en una negociación, “sino en buscar juntos la verdad de la Revelación de Dios. Empieza confesando que no comprendemos por completo la Verdad de Dios, y que debemos siempre buscar la mente de Cristo”.


María no es un montón de doctrinas: es una mujer

El siguiente paso implica comprender que María no es un montón de doctrinas (que unos cristianos aceptan y a otros les incomodan). María, recuerda, “es una persona”. “María es lo que es independientemente de nuestras creencias”, insiste.


A Kenneth le maravilla que el Hijo de Dios vivió en el seno de María 9 meses. “Así es como María es un instrumento de unidad. Ella unió al Logos, a la segunda persona de la Trinidad, con su naturaleza humana en su propio cuerpo. María ha unido más de lo que ningún humano ha unido. Ella ha unido a Dios y hombre en los pequeños confines de su vientre”.


“Es claro por la Escritura que Jesucristo es la llave de la unidad entre los cristianos, pero Jesucristo, único Salvador, no sería lo que es –hombre-Dios perfecto- si María no hubiese sido el medio de unir su naturaleza humana y divina en una persona”.


Kenneth insiste en que la unidad que Cristo pide a sus discípulos (“Que sean uno”, rezó Jesús) no llega mediante la negociación, sino mediante la obediencia a la enseñanza apostólica recibida, igual que María es ejemplo de obediencia.


Esa unidad es humanamente imposible pero el ángel dijo a María que para Dios todo es posible (Lucas 1,37) y así fue en su seno.


“María no negoció con Dios, no llegó a un acuerdo. Reconoció su dependencia de Su gracia y buscó hacer su voluntad”, insiste el antiguo profesor presbiteriano.


Después recuerda la peculiaridad de María, como madre del Hijo, hija del Padre y esposa del Espíritu Santo.


Unidad entre verdad y amor

Otro elemento de unidad en María es que, como Jesús, aúna doctrina y amor, verdad y compasión. “La verdad sin amor es estéril; la unidad sin verdad es vacía, sin fruto”, señala.


Reconoce que el modelo para todos los cristianos es Jesucristo pero… ¿cuál fue el modelo de Jesucristo, de quién aprendió su amor por la verdad y su compasión? En gran parte, de María, de su madre. Así, la suma de amor y compasión que deberíamos imitar de Jesús, es la suma de amor y compasión que Él imitó de María. Y así “María es a la vez el modelo y el medio para nuestra unidad”.


“Ha llegado el momento de deponer nuestras actitudes defensivas, dejara un lado nuestras agendas personales y políticas”, exhorta, y pide decir como la Virgen: “Hágase en nosotros según tu palabra”.


Y propone una oración para avanzar en la unidad de los cristianos.


“Señor, somos tus siervos.

Cura nuestras divisiones y

haz que tu Hijo reine como Señor entre nosotros.

Que tu Palabra more entre nosotros

y nos haga uno.

Santa María, Madre de Dos, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte.

Amén”




Artículo publicado originalmente en Cari Filii.