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jeudi 2 avril 2015

Santa Fara. Abogada de los queseros.

Santa Fara o Burgundófara de Faremoutiers, abadesa benedictina. 3 de abril y 7 de diciembre.

Fara vivió entre los siglos VI y VII, es probable que haya nacido en el 595. Descendía de nobles borgoñones y fancos, y eran dueños del castillo y tierras de Champigny, sitio donde se había oído hablar poco de Cristo. Sus hermanos fueron San Faro de Meaux (28 de octubre) y San Chagnoald de Luxeuil (6 de septiembre). Es curioso, porque su nombre, Fara o Bara, significa “baronesa”, y Burgundófora es “baronesa de Borgoña”. Por ello muchos historiadores sostienen que se desconoce el nombre real, que "burgundófora" es sólo un título y tendría otro nombre.

Cuando Fara era aún una niña Sus padres eran frecuentemente visitados por San Columbano (23 de noviembre) fundador del monasterio de Luxeuil; el santo quería mucho a la niña y reconoció en ella grandes virtudes. Le enseñó a amar a Cristo, a orar y a hacer caridad a los pobres, y Fara le tomó mucho afecto, sobre todo después de un milagro del santo: Columbano hizo madurar las espigas de los sembrados sin ser fecha de recolección.


Fara decidió ser religiosa y para ello habría contado con la ayuda de San Columbano si la reina Brunilda de Borgoña no lo hubiera desterrado; pero el sucesor, San Eustacio (29 de marzo), le sirvió también como confesor y director espiritual a la santa niña. Su padre tenía otros planes: un matrimonio con un noble de la corte del rey Teodeberto II, pero Fara enfermó y su padre desistió cuando San Eustacio le convenció de la vocación de su hija. Además, vio que Fara tenía verdadera vocación, pues huyó de casa y se refugió en el templo de San Pedro de la ciudad. El obispo Gondoald de Meaux le impuso el velo en el año 614 y en el 620, Fara fundó su propio monasterio, dedicado a Santa María, San Pedro y San Pablo, y bajo la regla de San Columbano. Famoso es todavía por su queso "Brie". En el siglo VIII, ya venerada Fara como santa, tomó el nombre de Faremoutiers, o sea “monasterio de Fara”.


Jonathan de Faremoutiers cuenta algunos sucesos que, si son reales, hablan bastante de Fara: unas monjas, hastiadas de la vida religiosa intentaron escapar de noche, cuando en ello estaban un globo de fuego descendió del cielo e incendió el monasterio. Sorprendidas las fugitivas, Fara las castigó en la cárcel monástica. En otra ocasión dos monjas jóvenes se negaban a hacer confesión de faltas tres veces al día, como mandaba la regla y se escaparon. Fueron perseguidas, devueltas al monasterio y encerradas, situación en la que murieron. Entonces Fara ordenó arrojar sus cuerpos fuera de los muros sagrados del monasterio. Y un último suceso: Un día vio un gran cerdo sentado junto a una monja en el refectorio y le fue revelado que esta pecaba de gula, llegando a robar alimentos de la despensa y que así de enorme como el cerdo era el espíritu de la codicia que había dominado.


Fue abadesa del monasterio durante unos 40 años, y murió entre los años 655 y 657, tampoco hay constancia del día exacto, unos ponen que fue el 3 de abril (según una adición apócrifa a la vida de San Columbano) y otros que fue el 7 de diciembre.


Veneración y culto.

La fama de milagrosa de Fara no se hizo esperar y los peregrinos llenaron el monasterio con sus visitas y donativos. Al morir la sucedió como abadesa Santa Ethelburg (7 de julio) y a esta Santa Saethryth (10 de enero), medio hermanas las dos. Cuando Jonathan de Faremoutiers escribe “La Deposición de la Vida de Santa Burgundofara”, el monasterio ya es masculino.


En 1617 ocurrió un milagro plenamente documentado con testigos y datos médicos: una monja, hija del Tesorero de Finanzas de París, perdió la vista, la visitaron importantes médicos, pero nada pudieron hacer, salvo matarle los nervios de los ojos para evitarle los dolores. El 7 de diciembre de 1622, fiesta local de la Santa, la monja pasó tres veces sobre sus ojos la reliquia de Santa Fara, expuesta a los fieles e inmediatamente comenzó a ver.


Fara es la patrona de las ciudades de Aveluy, Cinisi y Providenzza. Se le representa como abadesa, con báculo y tres espigas en las manos, en referencia a la leyenda de la visita de San Columbano. En Brie una bonita imagen tiene un queso a los pies. Es patrona de la vista, contra los incendios y la muerte súbita (supongo que por lo de las monjas), y claro, de los queseros. Sus reliquias están, principalmente en Faremoutiers y en Champeaux.


Fuentes:

-http://ift.tt/1NFe9sr.

-"La Soledad laureada por San Benito y sus hijos". GREGORIO DE ARGAIZ. Alcalá 1675



Triduo pascual

Víspera de su muerte. Atardecer en Jerusalén. Jesús cena con sus discípulos su última cena: Jueves Santo, día de la institución de la Eucaristía, día del amor fraterno. "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo". Había deseado ardientemente que llegase este momento, el de entregarse enteramente y convertirse para siempre en nuestro. Deseo de Dios mismo que anhela dársenos como don, como regalo, como paz.

Por ello, tomó el pan: "Esto es mi Cuerpo entregado por vosotros". Después tomó el cáliz con el vino, y dijo: “Es la nueva Alianza en mi sangre derramada por vosotros". "Por vosotros", "por nosotros": ahí está todo. Ahí está nuestra esperanza, la esperanza para el mundo entero. "Por vosotros", es el amor de Jesús que nos redime y nos salva. Ahí está el amor de Cristo que se nos da en comunión para que nosotros, en comunión con Él, nos amemos y demos a los demás: "Haced esto en conmemoración mía". No podemos participar en el banquete eucarístico si no tenemos caridad. Y no podemos tener caridad si no edificamos la comunidad cristiana sobre la Eucaristía: "Amaos como yo os he amado".


Pocas horas antes de ser entregado, la tarde en la que el huracán de la violencia se precipita sobre el Príncipe de la paz, Jesús mismo, manso y humilde, pacífico, se rebaja, se pone los atuendos de esclavo, la ropa de nuestra miseria, se arrodilla ante cada uno de sus discípulos, y les lava los pies. Así es Jesús: ahí está todo el sentido de su vida y de su pasión: despojarse de su rango, servir y no ser servido, inclinarse ante nuestros sucios pies, la inmundicia de nuestras vidas, lavarnos, purificarnos y acondicionarnos como comensales para que nos sentemos a la mesa con Dios que nos invita.


"Fracaso" de Viernes Santo: la mirada se centra en el Crucificado. Ajusticiado y condenado por leyes humanas, tras un proceso injusto, sin razón, como tantos condenados a lo largo de la historia. Ahí palpamos la gravedad de la miseria del pecado del hombre. En Jesús, humillado, destrozado y colgado de un madero, como "un varón de dolores", contemplamos a Dios que, porque tanto ama a los hombres, ha entregado su vida en su propio Hijo. La sangre de la cruz es la sangre de Dios. Ese es el precio de cada hombre; lo que vale a los ojos de Dios.


Escándalo y locura de la cruz, lo contrario del poder que oprime y aplasta o de la realeza que domina; lo contrario de la demostración apodíctica o de la sabiduría "razonable" que guarda la vida y busca seguridad, lo contrario de la eficacia y de la utilidad, lo contrario de los ideales abstractos o de las utopías alienantes, lo contrario de la huida fácil ante la miseria, lo contrario de la soberanía sublime e impasible de la divinidad alejada del sufrimiento conforme a nuestras ideas humanas espontáneas que de Dios interesadamente nos hacemos.


"Todo está consumado. E, inclinando la cabeza, entregó su espíritu". Silencio de la cruz. Silencio de tantos crucificados a lo largo de la historia, amasados con la Cruz de Jesucristo. Viernes Santo de los tiempos actuales: miseria y hambre, violencia, de millones de hermanos en Irak, Paquistán, Nigeria, en la India, en Hispanoamérica, millones de criaturas no nacidas que no verán nunca la luz, desgraciados enganchados en la droga, enfermos desahuciados, ancianos abandonados, padres sin trabajo..., ese largo via-crucis que se une al de Jesús, lleno de sangres y heridas, lleno de dolor y envuelto en escarnio y abandono.


Viernes Santo del siglo XXI incluido en el Viernes Santo de Jesucristo. Grito de socorro de nuestro tiempo en solicitud de ayuda al Padre. Grito transformado en oración al Dios siempre cercano. Pero ¿podremos orar con sincero corazón mientras no limpiemos la sangre de los vejados y no sequemos sus lágrimas? ¿No es el gesto de la Verónica lo mínimo para que sea legítima nuestra oración? Jesús crucificado es la paradoja de un Amor que, desde la humillación, desgarra la tiniebla y el desorden establecido de este mundo, con la luz nueva que viene de Dios viviente que le resucita de entre los muertos y lo glorifica.


Sábado Santo: esperanza silenciosa en Dios, confianza en su poder y su fuerza. Dios conserva su poder sobre la historia y no la ha entregado a las fuerzas ciegas y a las leyes inexorables de la naturaleza. La ley universal de la muerte no es, aunque parezca lo contrario, el supremo poder sobre la tierra. No hay nada inexorable e irremediable; todo puede ser reemprendido, salvado, perdonado, vivificado. La muerte ha sido vencida. "No tengáis miedo", les dice el ángel a las mujeres que llegan al despuntar el alba al sepulcro en el que han puesto el viernes a Jesús para ungir su cuerpo. "No tengáis miedo. Sé que buscáis a Jesús el Crucificado. No está aquí. ¡Ha resucitado! No busquéis entre los muertos al que vive".


Este es el gran anuncio, el gran pregón para todos los hombres de todos los tiempos y lugares. La crueldad y la destrucción de la crucifixión, y la pesada losa con que sellaron su tumba, no han podido retener la fuerza infinita del amor de Dios que se ha manifestado sin reservas en la misma cruz y ha brillado todopoderosa en el alba de la mañana de la resurrección. Los lazos crueles de muerte con que se ha querido apresarle para siempre al Autor de la vida, Jesucristo, han sido rotos, no han podido con Él.


Vigilia de Pascua, día de Resurrección: todo queda iluminado y revelado. Todo queda salvado. Si no existiera la resurrección, la historia de Jesús terminaría con el Viernes Santo. Jesús se habría corrompido; sería alguien que fue alguna vez. Eso significaría que Dios no interviene en la historia, que no quiere o no puede entrar en este mundo nuestro, en nuestra vida y en nuestra muerte. Todo ello querría decir, por su parte, que el amor es inútil y vano, una promesa vacía y fútil; que no hay tribunal alguno y que no existe la justicia; que sólo cuenta el momento; que tienen razón los pícaros, los astutos, los que no tienen conciencia.


Muchos hombres, y en modo alguno sólo los malvados, quisieran efectivamente que no hubiera tribunal alguno pues confunden la justicia con el cálculo mezquino y se apoyan más en el miedo que en el amor confiado. De una huida semejante no nace la salvación, sino la triste alegría de quienes consideran peligrosa la justicia de Dios y desean que no exista. Así se hace visible, no obstante, que la Pascua significa que Dios ha actuado. “¡Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo!"



El Papa Magno



Hace justamente diez años dejó, un 2 de abril, este mundo el Papa Juan Pablo II. El gran pontífice que llevó a la Iglesia hasta el tercer milenio.


Si alguien debe estar con letras grandes en este Blog Semblanzas Sacerdotales es, por méritos propios, San Juan Pablo II, como sacerdote, obispo y sucesor de Pedro.


Tuvo tiempo de hablar con caridad y servicio pastoral a todos los curas del mundo entero. Escribió páginas gloriosas sobre la teología del sacerdocio. Legisló sobre la educación de los futuros curas y contempló cómo sus pasos siempre fueron apoyados en un Magisterio de la Tradición de la Iglesia del Señor.


Nunca habló ofendiendo a sus colaboradores direcctos: cardenales, obispos y sacerdotes. Todo lo contrario, siempre tuvo palabras de amor y compasión a la exigente misión de evangelizar a toda persona de buena voluntad.


Nunca se consideró el látigo fustigador de nadie, al contrario supo perdonar públicamente a la persona que quiso asesinarlo.


!Cuánto han cambiado las situaciones de la Iglesia que dejó San Juan Pablo II hace hoy diez años¡.


Descanse en paz el gran padre y pastor, y que ruegue por todos los curas que todavía andamos con las manos colocadas en el arado sembrando en la tierra la semilla de la evangelización.


Tomás de la Torre Lendínez




El viento formó una cruz durante el tornado, un consuelo en la tragedia: «Dios está con nosotros»







































El viento formó una cruz durante el tornado, un consuelo en la tragedia: «Dios está con nosotros»

Un poste enganchado en otros se transformó en una imagen consoladora en medio del desastre.




"Acabo de encontrar esto después del tornado. Dios está con nosotros". Con estas palabras, el estudiante Chase Rhodes (@Chase__Rhodes) publicó en su cuenta de Twitter la poderosa imagen de una cruz suspendida de unos cables, tras una serie de tornados y tormentas que la pasada semana dejaron al menos un muerto en Oklahoma y Arkansas.

Uno de los tornados arrasó con varios postes de energía eléctrica. Rhodes capturó la imagen en Moore (Oklahoma), entre las calles 119 y Western in Moore, y se convirtió rápidamente en viral.





Dos masones recibieron en Lourdes una gracia extraordinaria y sensible para su conversión católica

A Maurice Caillet, médico francés nacido en Burdeos en 1933, y a Serge Abad-Gallardo, arquitecto también francés nacido en Marruecos en 1954 de padres españoles, les separan más de veinte años de edad y algunas circunstancias personales y familiares. Pero les unen tres elementos existenciales decisivos: ambos fueron miembros de la masonería, ambos se convirtieron al catolicismo tras un proceso que tuvo en el santuario de Nuestra Señora de Lourdes un hito decisivo y ambos han dejado por escrito su testimonio, en el que concluyen la radical incompatibilidad entre ser católico y ser masón.

Pertenecieron a obediencias distintas, las dos principales de su país: Caillet al Gran Oriente de Francia durante quince años, y Abad-Gallardo a Derecho Humano durante veinticinco. La historia de Maurice la encontramos en Yo fui masón , publicado en 2008, y la de Serge en Por qué dejé de ser masón , que acaba de ver la luz en marzo de 2015.



El proceso de incorporación de ambos a las logias fue muy parecido. Eran agnósticos con una cierta querencia por "lo misterioso", recibieron un primer contacto a través de sus relaciones profesionales, les tentó la sensación de pertenecer a un grupo de elegidos que estan en posesión de un "secreto" que esperaban les fuese revelado alguna vez... Alcanzaron el grado de maestro y empezaron a ascender en la escala de la organización masónica, en función de unos rituales y una simbología como endeble fundamento supuestamente espiritual para dar lustre a un mero entramado de poder e intereses.


El mono de Dios

Una simbología que en muchos aspectos imita al cristianismo ("muchos han podido leer escritos sobre el carácter mimético, si no blasfemo, de la [Última] Cena que constituye la iniciación al grado 18º, que yo he vivido", recuerda Caillet; "el ritual masónico ha retomado por su cuenta revelaciones cristianas", resume Abad), pero que lo hace al modo en el que el diablo es el mono de Dios: "Diabolus est Dei simia", según la frase de Tertuliano. Desde luego, durante su dilatada experiencia masónica ni Maurice ni Serge encontraron paz para su alma.


Es más: comprobaron cuán lejos estaba la práctica masónica de los utópicos ideales de fraternidad que proclama. Maurice lo comprobó en forma de arribismos y enchufismos inaceptables entre masones. Serge, en el seno mismo de las luchas de poder por el control de las logias.


Y entonces viajaron a Lourdes.


Cuando Dios habla directamente al corazón

Caillet lo hizo en 1984 como una concesión a su esposa, que sí era creyente y padecía una grave enfermedad por la cual quería pedir a la Virgen. Él, que ya era un masón desencantado, accedió porque estaba ya dispuesto a lo que fuese con tal de que dejase de sufrir. Pero acudió, obviamente, sin fe y sin convicción, como mero acompañante.


Mientras su mujer tomaba las aguas, él se metió en la cripta de la gruta para resguardarse de la lluvia. Estaban en misa, que él empezó a seguir con un interés que nunca había experimentado antes.



"En un momento dado, el sacerdote se levantó y leyó con solemnidad: «Pedid y recibiréis, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá... Palabra de Nuestro Señor Jesucristo». Me quedé estupefacto: esta frase que había escuchado durante mi primera iniciación y que había pronunciado iniciando a otros profanos, eran palabras de Jesús, a quien yo consideraba, en el mejor de los casos, como un sabio o como un gran iniciado, pero no como el Señor. Había acudido a pedir, a buscar, a llamar, sin tener conciencia de la seriedad de lo que estaba haciendo. El sacerdote se había vuelto a sentar y guardaba silencio (porque no había homilía, aunque yo de esas cosas no tenía ni idea), cuando de repente, yo, que me había burlado de las voces interiores de Juana de Arco, escuché con claridad en mi cabeza una voz dulce —no era mi conciencia ni una voz exterior— que me decía: «Está bien, pides la curación de Claude, pero ¿qué ofreces tú?». Durante un tiempo que no puedo determinar, quedé fascinado por esta locución interior, incapaz de seguir el desarrollo de la misa. No tuve, en absoluto, el sentimiento de que se me proponía un intercambio, sino una invitación al diálogo, una llamada que precisaba respuesta por mi parte, una respuesta esencial. Sólo recobré, de alguna manera, la conciencia cuando el sacerdote elevaba la hostia, en la cual, por vez primera en mi vida, reconocí a Jesús bajo las apariencias de un humilde trozo de pan. Era la Luz que había buscado en vano a lo largo de múltiples iniciaciones".


De allí salió con intención de confesarse inmediatamente,y de hecho lo hizo con el primer sacerdote que encontró, aunque su camino hacia la fe aún hubo de recorrer un largo trecho.


Desplomado por acción del Espíritu Santo

Fue parecido con Abad-Gallardo. Él ya lo había iniciado y acudió a Lourdes animado por un rosario desde allí que escuchó en la radio. Un religioso con quien ya había compartido sus inquietudes le había animado a esa devoción, así que decidió acudir con su familia en 2012. No se habían percatado, pero era el 11 de febrero, así que se encontraron con una multitudinaria procesión.




Procesión de antorchas en Lourdes. Tras cada peregrino hay una historia, algunas tan impactantes como la de Maurice Caillet y Serge Abad-Gallardo, antiguos masones.


"Al día siguiente decidí ir ante la gruta de Massabielle para rezar el rosario entre la masa de fieles. A pesar del buen tiempo, o quizás por esa razón, mi esposa y mi hija prefirieron pasear por la ciudad. Y al final de la oración, decidí volver para reunirme con ellas en el hotel. ¡No pude dar un paso! ¡Ni siquiera esbozar un movimiento! Mis piernas colapsaron. Caí pesadamente al suelo. Clavado al suelo, como si me hubieran cortado las piernas de repente. Como constaté al día siguiente, no hubo más herida que algunos aislados cardenales producto de la caída. Pero tenía que levantarme... ¡y no lo podía hacer solo! ¡Mis piernas se habían quedado como muertas, paralizadas! Tenía la impresión de ser una marioneta a la que el titiritero hubiera cortado las piernas de repente".


Serge había deporte y no tenía tendencia histérica alguna. Nunca consiguió encontrar una explicación natural a lo que le sucedió, que posteriormente supo que podía deberse a lo que se denomina "abatimiento por la fuerza del Espíritu Santo", un fenómeno que no es desconocido en la espiritualidad, y que en su caso fue la prueba definitiva de que Dios le pedía un cambio. Si Caillet buscó instantáneamente un confesor, Serge acudió poco después a un retiro en una abadía.


Gracias de salvación

Con veintiocho años de diferencia, la Santísima Virgen, mediadora de todas las gracias, tocó en el mismo lugar (tan querido para ella) el alma de dos masones que no se conocían para hacerles comprender que sólo en Jesús, su Hijo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, es el Camino, la Verdad y la Vida. Frente a eso, las logias sólo ofrecían un insustancial relativismo, que ya no dudaron en abandonar.



Artículo publicado originalmente en Cari Filii.



En una época de escaseces, Santa Teresa se alimentaba con parquedad pero sí cuidaba a sus monjas

Tenía tres lunares en el lado izquierdo de la cara y sus facciones eran agradables y regulares. Pero todas las imágenes nos representan a la santa de Ávila mirando al cielo, con los ojos medio entornados. No con la vista puesta en algo terrenal como una mesa bien surtida. "Nadie busque la abundancia y el regalo en los conventos carmelitas", ha escrito Ángel Aponte, doctor en Historia Moderna, que nos guiará en esta búsqueda de los alimentos terrenales de Santa Teresa, la andariega mística de Ávila, cuyo "comer ordinario" fue las más de las veces "una escudilla de lentejas y un huevo".

De cría, Teresa Sánchez de Cepeda y Ahumada (1515-1582), gozó de comida abundante y sabrosa (para los gustos de la época) en la casa familiar. No en vano su padre, Alonso Sánchez de Cepeda, ejercía el fielazgo (o fiel almotacén) en la aristocrática Cuadrilla de Blasco Jimeno o de San Juan, un barrio intramuros en la hidalga Ávila de los 88 torreones. Don Alonso era el encargado de controlar los pesos y medidas de comercios y mercados públicos del barrio donde habitaban los nobles abulenses y uno intuye que, de tanto trajinar entre manjares y viandas, algo bueno llevaría para casa.


Claro que hay que ponerse en la España del siglo XVI donde todo era escaso y caro. "Muchos españoles del tiempo de los Austrias se iban a dormir con las tripas desasosegadas", escribe Aponte. Los conventos, mansiones y moradas para las damas entregadas a la vida contemplativa, vivían de la comida de limosna y recibían como una bendición unas sencillas granadas o media docena de limones y algún besugo escabechado llegado de Sevilla.


Con una alimentación tras prosaica, no sabemos bien de dónde sacaba fuerzas Santa Teresa para sus dos grandes aficiones: cantar y, sobre todo, bailar. Hay textos que la describen danzando con el Niño Jesús en brazos, su mística pareja de baile. La santa bailaba pavanas y danzas "altas y bajas", acompañada por vihuelas de arco, arpas e instrumentos de cuerda pulsada. Dicen que tenía muy buena voz para las coplas.


Nada de carne, salvo para sosegar la imaginación

Aunque la santa impone en las Constituciones de sus Carmelitas Descalzas la prohibición de comer carne, Teresa de Ávila, está siempre atenta al bienestar doméstico de sus pupilas. Pide, por ejemplo, a su hermana Juana que le envíe pavos para las monjas de la Encarnación o agradece la llegada de 62 aves destinadas a alegrar los platos de unas hermanas enfermas. También conservamos una carta en la que la santa escribe al padre Jerónimo Gracián sobre el ánimo de Isabel de Jerónimo, una monja "melindrosa" en lo divino "que tiene flaca la imaginación" y a la que convendría "hacerla comer carne algunos días".


La carne, de todos modos, era un bien escaso y los guisos de la época (con piezas ´faisandadas´ cuando no directamente corrompidas por falta de refrigeración) trataban de disimular con especias (canela, azafrán, cilantro) los nauseabundos aromas que dominaban los mercados... y las calles, donde imperaba la costumbre de arrojar desde las casas los bacines rebosantes de orines y heces al grito de ‘¡agua, va!’. Se acompañaba la carne que se pudiera apañar con nabos, berzas, calabazas, repollos y habas. También era de uso común tomarlas en salazón, la mayoría de las veces de vaca, cecinas y embutidos. Tenían éstos un aspecto grisáceo y mortecino, alejado de los tonos carmesís de nuestros días, porque el pimentón que ya venía navegando desde América aún no era de uso común en España.


Le iba el atún de almadraba

Los pescados escabechados, secados al aire, ahumados y en salazón transitaban igualmente por las mesas más pudientes mientras que la gente del común se contentaba con bacaladas en salazón. También con abadejos y cecial, como se llamaba a la merluza seca y salada. A Ávila (y pese a los neveros y al tránsito de los arrieros) apenas llegaba pescado fresco que no fuera de río. A la santa, además, no le sentaba bien la pesca aunque en alguna ocasión mostró su aprecio por el atún de almadraba y por el tollo, nuestro andaluz cazón, suponemos que tomado en adobo, en verde o ´en colorao´.


Todo se freía entonces en tocino, menos en Cuaresma, cuando se aparejaban los guisos con aceite de oliva para cumplir con los preceptos de la Iglesia. Los huevos omnipresentes se preparaban de mil formas: dulces, esponjados, atabalados, fritos, cocidos, mecidos, rellenos, dorados... Por herencia judía en las mesas con posibles había ricos dulces, pasteles trenzados, almojábanas y frutas de sartén, almíbares y confites.


Frutas y bebidas

Las frutas frescas estaban desaconsejadas, fuera de las granadas, las uvas, los melones (tanto de invierno como de verano), las naranjas y los limones. Tomar agua no estaba bien visto porque debilitaba, y dadas las condiciones higiénicas de la época, con pozos y arroyuelos contaminados, un trago mal dado podía llevar al otro barrio al incauto bebedor. Eso sí, le pegaban al vino de lo lindo, vinos de todas partes donde creciera la viña, siendo más apreciado el tinto que el blanco, que se aromatizaba con cuanta sustancia pudiera darle sabor. Entre las damas triunfaba el ´hipocrás´, un morapio cargado de especias llegadas de Oriente. De forma tímida empezaba a llegar el cacao, que se convertiría más tarde en vicio y fuente de adicciones, sobre todo, y como relata Gabriel García Márquez en su Amor en los tiempos del cólera, tomado con miel fermentada.


Pan frito, nueces, cidra...

Santa Teresa mostró "su desagrado por el mal carnero" (capado o cojudo: entero) y señaló su gusto por tomarse una rebanada de pan frito, la pequeña golosina en una mujer de nulas pasiones terrenales. También escribió que las nueces eran muy buenas "para el relajamiento de estómago".


Apunta la dama como capricho algunos bocados al dulce de cidra (fruta parecida al limón) y unos dátiles que entregó a unas monjas para un viaje. En julio de 1577 le enviaron a Teresa de Ávila unos cocos desde Sevilla considerados todavía "cosa de ver", por lo extraño.


Ante semejante penuria gastronómica, la santa de Ávila animaba a las monjas a que aceptasen con entereza la mala pitanza "acordándose de la hiel y vinagre de Jesucristo". Al tiempo, les pedía que, por lo menos, aderezasen bien la exigua comida "de manera que puedan pasar con aquello que allí se les da, pues no poseen otra cosa". Como escriben Efrén de la Madre de Dios y Otger Steggink en su canónica biografía de Santa Teresa, las monjas salían del paso con lo que les ponían en los tornos y recibían de limosna -pan de convento, como lo llamaba la santa- y así, lidiando jornadas y caminos, amanecían con Dios.


Artículo publicado originalmente en El Correo.