Este caminar requiere sin cesar nuevas adaptaciones, por lo que creemos también que progresa, bajo la acción del Espíritu, la comprensión del mensaje evangélico. La Palabra de Dios es inagotable, demasiado rica para ser comprendida de una sola vez; se precisa toda la sucesión de generaciones de los fieles, no sin la ayuda e intervención de la Iglesia, para ir penetrando cada vez más profundamente en el misterio de la enseñanza de Cristo.
En función de esta mayor aproximación de la Palabra de Dios, podemos encontrar nuevas exigencias morales.
Comprometerse en nuevas respuestas no supone renegar de las etapas anteriores, sino un pensar que la Palabra de Dios es creadora y se dirige a un mundo y a una Iglesia que viven y progresan. Leída en la Iglesia, la Biblia será un punto de partida que nos permitirá construir, contando también con la ayuda de las ciencias humanas, una Teología Moral científica que nos permita responder a los problemas actuales. Y es que en efecto, la constante maduración moral que exige la evolución de las circunstancias, debe reposar sobre la base sólida y estable de una fe muy pura y siempre en renovación para que pueda acoger los impulsos del Espíritu (Jn 3,8).
El cristiano es por tanto un fiel en el sentido profundo de la palabra, pues cree en la intervención de Dios en la historia humana y reconoce a la Revelación un valor normativo sobre sus actos. Cristo nos enseña el camino por el que debemos ir y la falta moral o pecado es rechazar el plan del amor divino, mientras que la virtud moral es la aceptación del plan de Dios sobre el hombre, el mundo y la historia, plan que supone nuestra santificación, es decir nuestra realización personal y colectiva.
Bajo el influjo del Espíritu Santo madura el dinamismo cristiano. Una vida cristiana sin crecimiento es una contradicción; el cristianismo es una llamada al desarrollo continuo (Hch 12,24; Col 1,10; Ef 4,15). La gracia está destinada a crecer, aumentando nuestra semejanza espiritual con Dios e incrementando nuestra participación en la vida divina.
Nuestra moral es imitación de Cristo, no sólo porque Él es el Dios que nos revela la perfección divina y nos asegura la ayuda indispensable de la gracia, sino también porque, siendo hombre, realizó la perfección en su vida humana. Ser perfectos será para nosotros vivir a la manera de Cristo.
Esta imitación no deberá quedar en meras palabras, sino debe llevarnos a transformar nuestra vida cotidiana dando una respuesta concreta a los interrogantes que se nos presentan. Nuestra moral para ser cristiana ha de ser humana, viviendo la fe en Cristo en medio de nuestras tareas temporales, siendo la misión del pueblo de Dios el testimoniar la presencia de Cristo a los hombres de hoy, testimonio que se da a través del amor y en el que consiste la actividad esencial de los discípulos de Jesús, pues según él seremos juzgados.
La teología moral debe tener sumo cuidado en no reducir el cristianismo a una moral. Si cayera en esa tentación, se seguirían consecuencias desastrosas, tanto para la moral como para la evangelización y educación en la fe. Al proclamar la Buena Nueva, se nos invita a convertirnos al Reino de Dios. La fe y la evangelización incluyen necesariamente el llamamiento a la justicia, a la paz, a la reconciliación, a la fidelidad y a otros valores morales, pero si queremos ser exactos, tenemos que decir que lo propio de la moral católica no es lo propiamente humano, sino que surge como consecuencia de la fe y de la aceptación amorosa del Reino de Dios. No se trata del amor fraterno en sí mismo, sino de la participación del creyente en el amor que Dios nos tiene y por el que nos une a su propia vida, amor que nos capacita para amar al mundo y salvarlo.
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